TARDÓ LO SUYO, PERO LLEGÓ LA RENOVACIÓN

 

¡Qué maravilla! En contra de lo que parece,
el ser humano puede cambiar a mejor.

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El viaje a Santiago

Recién descubierto de manera tan admirable el Camino de Santiago hice con mi hermana mayor y mi primo la peregrinación de acción de gracias prometida al Apóstol. Pero para mi asombro, lo que ofrecí resultó ridículo en comparación con lo que recibí.

Salimos de León en coche en un puente de 4 ó 5 días, sin haber hecho ningún preparativo, en unas fechas en que toda Galicia, pero en especial Compostela, estaban hasta arriba de turistas.
Pues así y todo, con esa total improvisación, lo que cualquiera hubiera podido desear en un viaje como ése, lo obtuvimos con creces. Nos parecía, aunque sobre todo a mí, estar viviendo algo mágico, como en un sueño. El asombro me acompañó durante toda la peregrinación. ¡Bendito sea Dios!
 
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El amor personal de Dios
Los años siguientes serían una prueba de paciencia y confianza. Con el horizonte aún cubierto por las nubes, iban pasando mis días sin que ocurriera nada especial, salvo el irme acostumbrando a vivir de una manera sencilla, intentando hacer bien las obligaciones cotidianas, e intentando amar a todos.
Sin embargo, en esa aparentemente insulsa normalidad, estaba teniendo lugar algo admirable: Mi nuevo bautismo, mi nacimiento del agua y del espíritu. Lenta pero eficazmente, el recorrido que yo venía haciendo como miembro de la Iglesia me estaba suponiendo una auténtica regeneración personal.
Muchos viejos esquemas y hábitos inútiles que yo tenía estaban siendo sustituidos por otras formas de actuar inspiradas en el Evangelio. A partir de la relación personal con Jesús que venía cultivando en los últimos años, estaba aprendiendo a vivir contando con Él. Y esa amistad no tardaría en dar fruto abundante. Pero antes de eso, aún tendrían que desprenderse de mi tronco las últimas ramas resecas.
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Una de las cosas que más nos frena en el progreso espiritual es no acabar de aceptar que Dios nos quiere como somos, lo cual significa que nos quiere llenos de defectos e imperfecciones. Así nos facilita que nos fijemos más en Él y menos en nosotros.
En cualquier caso, todos nacemos con el equipo necesario para ser felices y fecundos; nadie sale “defectuoso de fábrica, y las peculiaridades personales son antes riqueza que obstáculo.  El hecho de que  nuestra  limitación nos eche para atrás es un signo de que aún no confiamos bastante en Jesús y es también una invitación permanente a fiarnos, a abandonarnos.
Es admirable hasta qué punto Dios nos acepta como somos y se vale de nuestra peculiaridad para hacer sus planes; y a propósito de esto quiero dar mi propio testimonio.
Empezaré por mostrar mis limitaciones, aunque ¡eso sí! de un modo amable y divertido, no se vayan a creer, y después relataré lo de la poda que me faltaba para dar fruto. Tras quedar limpio’ vino en mi vida una espléndida floración,  con   lo   cual   quedó   patente,   como   luego entenderán, que el amor de Dios hacia cada uno de nosotros es personal e incondicional.
Confieso que el ser desprendido no es una de mis mejores cualidades y quizá por eso tengo varias anécdotas que contar en torno al vil metal.
El primer dinero que yo manejé fueron las propinas que mi padre y mi tío me daban por ir a comprarles tabaco. El “Celtas Cortos” de mi padre me rentaba poco, ya que del duro sólo sobraban dos reales, mientras que el “Habanos” de mi tío me dejaba un margen de varios enteros. Así, por comparación, aprendí a valorar el dinero y creció mi afán de poseer.
Otro elemento que contribuyó a fomentar mi ambición fueron las generosas propinas del tío de un amigo mío que, cuando nos veía juntos, solía darme a mí lo mismo que a él y, curiosamente, Jesús siempre daba billetes ¡y además nuevos!
Gracias a Dios mi ansia posesiva se moderó con la sobriedad que mis padres practicaban en materia de gasto. Eso de la paga semanal yo nunca lo conocí. Incluso las propinas que nos dejaban los allegados las administraban nuestros papis.
Ya siendo adolescente el tema se complicó, y hubo de todo; más malo que bueno, para ser sinceros.
De bueno puedo decir que empecé a conocer el mundo del trabajo: Descargar camiones en un almacén de bebidas; o, de madrugada, grapar al periódico el suplemento dominical; o pillar incautos en una encerrona y enjaretarles una enciclopedia… Esta última actividad me ayudó también a conocer algunos problemas del mundo laboral, porque después de haber realizado aquel trabajo durante varios fines de semana agotadores, cuando fuimos a cobrar, el pájaro había volado y nos quedamos sin un duro.
Otra decepción, aunque más fina, nos vino por la promesa de una empresaria que necesitaba varones para una coreografía de ballet, de cuya puesta en escena obtendríamos un tanto por ciento para costear nuestro viaje de estudios. Finalmente, tras largos meses de ensayo y varios pases del espectáculo, tampoco vimos un duro. Como contrapartida fue una experiencia enriquecedora, porque nos permitió conocer ese mundillo y hacer amigos en él.
Cuando trabajé “de autónomo” no me fue tan mal. Aprovechando una jornada festiva en la ciudad, organicé junto con la hija de una  panadera  un  negocio  redondo.  En una mesita de camping, en el parque, vendimos “bollos preñaos” (pan horneado con un chorizo dentro) y bebidas, que habíamos  comprado  al  por  mayor.  Fue una  jornada de trabajo intensa pero sacamos mucho dinero (eran otros tiempos, claro).
También comprobé por aquel entonces que cuando no se tiene un trabajo estable se expone uno a la tentación de recurrir a fuentes de ingreso más arriesgadas y por tanto menos tranquilas. Menos mal que, felizmente, puede uno experimentar en la juventud esas y otras andanzas y llegar luego a la conclusión de que una vida recta es el medio más seguro para vivir con acierto.
En esto del dinero, como en todo, los modelos sociales son muy importantes. Aparte de mis padres, hubo en mi familia otras personas cuya honradez me fue de gran ayuda. En cierta ocasión, yendo con unos amigos, nos encontramos un sobre con mucho dinero. Ellos se gastaron su parte “tan contentos” mientras que yo, después de resistirme en aceptar el insistente  consejo de un pariente,  consentí finalmente  en  devolverlo  al  rotativo  al  que  iba  dirigido. ¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, primo!
Como crecí en un comercio de ultramarinos llevo la negociación en la sangre. Muchas veces me han dicho que nunca antes de conocerme se habían encontrado a varones regateando en boutiques de moda, en una de las ciudades del norte donde más dinero se gasta en ropa; pero es que aparte de varón o mujer, somos más cosas, ¿verdad? Lógicamente, en esos regateos también me han sucedido algunas anécdotas, aunque ahora mismo sólo recuerdo un par de ellas poco agradables. Y es que no todos los comerciantes tienen una buena cintura negociadora… Y se nota enseguida cuando hay madera.
El dueño de una de las tiendas de mayor éxito había hecho su negocio desde cero, comenzando de viajante por esas carreteras de Dios. Conocía el verdadero valor de las cosas, lo mucho que cuesta ganarse la vida, y eso le había preparado para hacer bien su trabajo, para dimensionarlo correctamente y tener un trato adecuado con los clientes. Con él podía permitirme hacer una oferta atrevida, y después de un tira y afloja medio en broma medio en serio, cerrar los dos un buen trato.
Otra faceta de mi perfil de mercader es mi habilidad para vender rifas o papeletas de lotería. Abordar a la gente por la calle para pedirle dinero ya me resultaba familiar desde que era escolar, cuando postulaba para causas benéficas. Así que lo de la lotería, siendo aquella una época de expansión económica, era para mí una diversión.
Siendo un chaval, a finales de los 70, podía deambular por las calles libremente durante largas horas y si en alguna ocasión no tenía dinero y me apetecía un bocatita, no me resultaba muy difícil persuadir a alguien para que me lo comprara. Así era yo, y así eran también las cosas por aquel entonces. Bueno, con algún cardo entre las flores…
Como en aquella ocasión en que hice autostop para ‘bajar’ a Madrid y me paró un matrimonio joven con pinta de gente acomodada. Al poco de subirme al coche el hombre me propuso aportar ‘algo’ de dinero para la gasolina. Como yo era un chavalillo sin experiencia dije que sí, y al llegar al destino me pidió una cantidad muy por encima de lo que me  había  imaginado.  Pagué, y  me  fui  bastante abochornado. De todo hay en la viña del Señor… pero, afortunadamente, lo bueno supera con creces a lo malo. En otro viaje a Madrid, aunque esta vez acompañado de un amigo, nos paró también un matrimonio. Su sencillez me maravilló desde el principio. Anocheciendo cuando llegábamos a Madrid nos ofrecieron cobijo bajo su techo, haciéndonos sentir tan bien que aún hoy al recordarlo me admira. Su casa no era muy grande ni lujosa, pero sus corazones sí que lo eran, y nos brindaron con su acogida una experiencia preciosa y edificante por demás.
En otra ocasión, estando de turné por España con Justo, pedimos dinero para desayunar y un joven, con aspecto de hijo pródigo empezando a estar de vuelta, nos dio una cantidad que cubría sobradamente aquella necesidad. Yo me frotaba las manos, pero mi acompañante entendía la vida de otra manera. Entrando después de unas vueltas en el bar en el que pensábamos restaurar fuerzas, hallamos en él a nuestro benefactor, y a Justo le pareció adecuado que le invitáramos (!). Me vienen a la mente aquellos versos: “El corazón tiene razones que la razón no entiende… “ni el estómago, añadiría  yo  en  este caso. Y, sin embargo, a la vuelta de los años, doy muchas gracias a Dios por haberme  regalado  aquella  amistad,  que  tanto  me  enseñó acerca del desprendimiento y de lo que de verdad importa en la vida. Sentirse bien y hacer sentirse bien a los demás es algo grande.
Viajando en el metro de París con otro amigo, vimos cómo molestaban a una chica y nos acercamos para socorrerla. Dedujimos por sus gestos que nos pedía que la acompañáramos hasta la salida, y lo hicimos. Pero una vez allí nos dio a entender que no la dejáramos sola todavía. Entonces, un poco extrañados, pero sobre todo intrigados y halagados porque era bien atractiva, aceptamos desviarnos de nuestro itinerario –que por otra parte nos daba un poco lo mismo– y la seguimos un largo trecho por las calles parisinas. Al final subió las escaleras de un lujoso edificio antiguo de los muchos que hay en esa ciudad, prosiguiendo con aquella “técnica” suya de decir sin decir    para que siguiéramos escoltándola, mientras que nosotros, confundidos y nerviosos, nos dejábamos llevar. Por fin alcanzó la cumbre, y llamó a una puerta. La abrió un hombre joven que la recibió con un beso, y nosotros dos entramos detrás de la misma forma que lo habíamos hecho durante todo el recorrido, como dos ratones detrás de un queso. Lo malo es que ahora el queso estaba en manos de su dueño y nosotros en un rincón… Mientras el novio nos miraba perplejo la chica debía estar diciéndole en gabacho algo así como: “Estos son dos pardillos que me encontré en el metro y que me han venido escoltando…”. Así  las  cosas  sólo  nos  quedaba  meternos  por  un  agujero  y desaparecer; pero yo, para poner la guinda, y tal vez por aquello de corresponder con gente tan distinguida, metí la mano en mi triste macuto y saqué dos de las varias velitas de poner a los santos que era todo lo que llevaba allí, y se las di. Con mucha suerte tal vez se las pusieran a San Antonio.
Pero volviendo a lo del dinero, en mi casa tenía fama de avaro, para mí que inmerecida. Es cierto, como ya he dicho, que por talante no soy desprendido, pero en mi esquema de valores no aparece el vil metal ocupando los primeros puestos. La acusación familiar, formulada medio en serio medio en broma, ejercía sobre mí una presión que yo intentaba combatir argumentando que el dinero era la causa de todas las guerras, y que por eso era necesario gastarlo con mucho tiento. ¡Del todo inútil! Se reían de mis filosofías y lo consideraban una excusa pobre. Lo triste del caso es que la mayor parte de la gente les daría la razón.
Por ejemplo, estando en Bilbao de turismo, nos alojamos en un hotel de cuatro estrellas, cuya reserva se había hecho con uno de esos bonos que salen algo más baratos: Bonhotel o algo parecido. Tuve la impresión de que la rebaja en la tarifa llevaba aparejado un lugar más modesto en el edificio, y confieso que eso no me gustó mucho; de modo que, cuando el botones nos dejó en la habitación que estaba al lado del palomar, le alargué el brazo con una propina que por h o por b resultó “algo escasa. Después de un descansito y una ducha nos compusimos para ir a cenar, y al bajar a recepción preguntamos dónde podíamos encontrar un restaurante italiano que reuniera una buena relación calidad/precio. Sin dudarlo un segundo nos señalaron un punto en el mapa. Al llegar allí, después de caminar bastante, descubrimos con estupor que nos habían dirigido a Telepizza... “Pero ¡¿por qué, Señor?!
Tengo que decir que el reparto del dinero en el mundo me ha parecido siempre una injusticia. Cuando empecé a tener un sueldo fijo seguí gastando con moderación, tal vez porque estaba más acostumbrado a andar escaso que sobrado; pero también porque mis intereses no iban hacia el mundo de la moda o del consumo. Y menos mal que no me incliné por esos derroteros tan absorbentes, porque, con mi poca madurez y mi afición al regateo de entonces, no sé qué habría sido de mí.
Tal vez alguien piense, cuando leyendo más adelante se entere de “mis aficiones, que mejor me hubiera sido hacerme esclavo de la moda, pero yo no lo veo así porque la moda es un amo más despótico que ninguno. Y aunque mis locos devaneos me llevaron por caminos tortuosos, acabaron bien, lo cual no es tan frecuente cuando uno avanza por el camino fácil: “Ancho es el camino que lleva a la perdición y muchos van por él, dice la Sagrada Biblia.
Y termino por ahora con lo del dinero contando algo que me pasó con un billete de 20 euros, y que por lo que veo es una estafa bastante extendida, ya que hace poco me he vuelto a encontrar en el mismo aprieto. Tal vez porque me ven más cara de Quijote que de Sancho, me dieron la vuelta de un billete de 5 euros por la de uno de 20; después de todo, como los dos son azules… La primera vez que me sucedió  esto  quedé  confundido   y  me  alejé  del  sitio cabizbundo y meditabajo; pero me paré a echar cuentas en una esquina y llegué a la conclusión de que me habían estafado. Haciendo acopio de fuerzas, volví sobre mis pasos dispuesto a recuperar mi dinero. Al habla con el truhan, noté enseguida que tenía el guión bien aprendido, por lo que el asunto resultaba harto farragoso. Estando porfiando con él, entre los chuscos ardides con que el hombre intentaba disuadirme de mi ‘error’, recurrió a convencerme de su inocencia enseñándome el abultado fajo de billetes que había ganado ese día, y en el que, efectivamente, ¡no había ningún billete de 20! ¡Ver para creer!
La vida me llevó a estudiar psicología y materias afines. No era yo para nada un alumno convencional, y cuando llegué a la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación ya me había alejado bastante del patrón de estudiante serio. Aquella era una carrera de reciente creación, puesta en marcha por un señero e inquieto catedrático de Filosofía, de modo que los vientos políticos batían continuamente las puertas de las aulas. Para ser sinceros, el ambiente académico se parecía más a una jungla que a un oasis del saber. El caso es que por más que lo intentaba, yo no conseguía hacer vida en la biblioteca, ni disciplinarme para estudiar en casa. Como consecuencia, con la excepción del segundo curso en que saqué Sobresaliente de media, me arreglé como pude para desempeñar mi rol de universitario. Pero a medida que pasaba el tiempo, mi desencaje personal iba a más y mi entusiasmo inicial a menos. Y yendo así, en un momento dado se  me  atascó  una  asignatura,  mientras  que  mi imaginación seguía tan desbocada como siempre. Esa “loca de la casa, como la llamaba Santa Teresa, me sugirió un atajo para salvar aquella dificultad, el cual, finalmente, resultó más escabroso que el camino que me correspondía andar; pero por aquel entonces escaseaban los buenos consejeros. El asunto terminó en que me busqué un socio al que no le importase dejarse invitar a cenar a cambio de colaborar conmigo para realizar el examen, que era de los de elegir entre cuatro opciones. Me hice con un bolígrafo de varios colores y acordamos un código: Rojo-1; Azul-2; etc. Según “bailara” el bolígrafo del socio yo marcaría una u otra respuesta; y dio resultado. Ahora en mi expediente hay un poco de todo: Una Matrícula de Honor, algunos Sobresalientes, varios Bien, algún que otro Aprobado, unos cuantos Notables, y un Notabié, para mi vergüenza.
Unas cuantas tristes hazañas como esa adornan mi currículum, y engrosan el desatino que tanto me hizo sufrir. Yo, como tantos otros, buscaba dando palos de ciego la verdad y el amor; y aunque es cierto que a la postre los encontré, no por eso dejo de lamentar haber ido por caminos tortuosos. Por eso mi mayor empeño ahora es ayudar al que camina a tientas a elegir bien en sus encrucijadas, poniéndole delante la belleza de la buena senda y los peligros de la mala. Todos estamos llamados a colaborar de esta manera y a disfrutar de los beneficios de hacerlo. Se trata de allanar los caminos para la venida del Señor, trabajando codo a codo ¡Bendito sea Dios otra vez y siempre!
Lo que voy a contar a continuación se puede interpretar de muchas formas, algunas positivas y otras no tanto. En esto, como en todo, el Señor nos pide que le dejemos el juicio a Él, que es el único que conoce los corazones y puede valorar sus acciones. Yo se lo cuento a Vds. para que vean el calado de la obra que Dios realizó en mí. Y creo no equivocarme si digo que nada de lo que he hecho en la vida ha sido inútil, porque a pesar del valor que tuviera en su momento, una vez puestas todas las acciones, del pasado, del presente y del futuro, en la mesa de la Eucaristía como sacrificio de alabanza, incluso las acciones desviadas son transformadas en bien por la gracia de Dios. Y esta afirmación no la hago al modo de una especulación teórica, sino porque el mismo Señor me está dando la gracia de verlo realmente. Los talentos que puse en juego en el pasado, por peregrinas y desenfocadas que fueran mis empresas, resultaron con el paso del tiempo, y el vuelco que ha dado mi vida, una inversión rentable para el Reino de Dios.
En una velada universitaria que incluía un espectáculo musical, con la alegría propia del momento, me vino a la mente algo gracioso que había oído contar desde niño acerca de uno que intentaba colarse en un tren. Utilizaba una argucia que consistía en aprovechar la inhibición automática que se desencadena en las personas al ser requeridas por una autoridad. A partir de ese recuerdo se me ocurrió improvisar ‘un trabajo  de  campo’  recreando  la  situación  del chiste. Merodeé un rato en torno a las varias entradas del recinto ferial en que se celebraba el concierto y elegí a mi “sujeto experimental, del que me iba a servir para confrontar la atrevida tesis conductista.
El portero en cuestión no tenía pinta de ser especialmente espabilado, y daba la sensación de que no practicaba aquello de “nunca bebo cuando estoy de servicio. Me abroché la cazadora y con paso decidido me acerqué a aquella entrada. Al llegar adonde el portero me paré en seco, le miré fijamente a los ojos, y alzando una solapa de la chaqueta le espeté: “Secreta. Acto seguido, sin esperar respuesta, avancé hacia la muchedumbre congregada en el coso, comprobando emocionadamente, por la turbación del pobre empleado, que la tesis era cierta.
Alentado por el éxito, hice varios ensayos más, endureciendo las condiciones: En un partido de primera división, en otros eventos artísticos, y ya, por último, en la exhibición que dio el tetra-campeón olímpico de los 100 m. lisos, Carl Lewis, en el Palacio de los Deportes. Merece la pena describir paso a paso esta última situación experimental.
Con la práctica había constatado que enseñar la solapa no era suficiente, y que convenía simular una placa. De modo que, en ulteriores ensayos, ya agarraba mi llavero metálico de la Virgen del Camino entre los dedos al tiempo de mostrar el envés de la solapa. La visión fugaz del metal entretenía lo suficiente a “la cobaya” como para que uno se colase dentro. Y, ciertamente, con esa mejora había aumentado mucho la eficacia de la técnica.
Incluyendo esa novedad ensayé el procedimiento en una puerta lateral del recinto deportivo, pero el encargado de guardarla tuvo muchos reflejos y me derivó a la entrada principal. Como en aquella ocasión se trataba de un evento muy importante dudé si continuar con el experimento, y decidí volver a intentarlo en otra de las entradas secundarias. Pero esa vez “di con hueso; un hombre joven y muy resuelto, sin duda acostumbrado a tratar con carotas de todo tipo, me despachó sin titubear.
Aquel fracaso tan rotundo me picó en mi amor propio y me lancé a la conquista del Palacio por la Puerta Grande. Y sucedieron entonces dos cosas: Primera, que con los nervios, al retirar mi mano de la solapa, el llavero se me quedó colgando entre los dedos; y segunda, que el portero del primer intento estaba casualmente por allí. Habiendo roto a pesar de todo la primera defensa y cuando me apresuraba a mezclarme entre el gentío, me dieron el alto, y me pidieron que hablara con el sargento de la Policía Nacional. En el brevísimo intervalo que pasó antes de que yo pusiera pies en polvorosa oí lo que comentaban los porteros: Uno decía: “Si tienen problemas que los arreglen entre ellos”; y el otro, medio enfadado y soltando un exabrupto, se quejaba diciendo: “¡Pero si quería pasar con un llavero!”
Ni qué decir tiene que estas anécdotas me sirvieron, al menos, para amenizar las tertulias en más de una ocasión. 
Decía una amiga mía que yo era muy combativo intelectualmente, y es cierto. Pero eso me sirvió de poco hasta que aprendí a emplear esa cualidad para lo bueno.
Si bien adiestrarse para reconocer y elegir lo bueno lleva su tiempo, y nunca se termina de aprender del todo, enseguida se da uno cuenta de que practicar ese ejercicio es el meollo y la salsa de la vida. Además, en ese itinerario de aprendizaje no existe el aburrimiento, y conduce siempre a la optimización de tus recursos.  ¡Ah, si nuestros dirigentes supieran un poco de esto!  Se acabaría la crisis en un abrir y cerrar de ojos. La potencialidad que encierra ese estilo de vida’ es incalculable, y todos estamos llamados a practicarlo y disfrutarlo.
Pues bien, justo antes de que yo emprendiera ese camino “iniciático” que conduce a la felicidad con mayúsculas, me sucedió la siguiente anécdota:
De niño me gustaba ir al pomar de mi familia a recoger fruta: Cerezas, guindas, albaricoques, ciruelas, piescos, membrillos, peras… y manzanas. De éstas últimas existen en mi tierra muchos tipos, más de treinta especies diferentes.
Entre todos los manzanos de nuestro huerto había uno especialmente bueno, cuyos frutos eran un manjar exquisito y sin duda la mejor mezcla de ácido y dulce que yo haya probado jamás en esta clase de fruta.
El año en que acompañé a mi padre a Houston hubo una cosecha especialmente abundante, y al preparar mi equipaje hice una selección de las mejores manzanas, hasta colmar una mochilita. Ya de viaje, al llegar a la aduana, por mi imprevisión y mi apocamiento, vi trocarse mi dulce tesoro en amargo resentimiento, ya que las viandas me fueron requisadas.
Cuando llegamos a nuestro hotel no había yo digerido en absoluto aquel pésimo cóctel de bienvenida, pero al entrar, mis ojos repararon en un detalle que me hizo olvidar de pronto toda mi amargura, y empezar a saborear una “dulce venganza. 
En el lujoso hall de recepción lucía sobre una columnata, que recordaba a un ambón, un cesto lleno de lustrosas manzanas rojas. “Son pura apariencia – pensé – pero me consolarán”.
Me acerqué al mostrador de recepción y, muy cortésmente, pregunté: - ¿Se pueden coger?
Lo que la amable recepcionista no sospechaba era que al darme su permiso iba a abrir la veda para una vendetta. Cada vez que yo entraba o salía del hotel me regalaba a mí mismo uno de aquellos hermosos frutos, hasta que, según mis cálculos, hube completado el macuto incautado.
Me advirtió en otra ocasión un amigo de que yo tenía una cualidad muy destacada que, según se utilizara, podría ser una ventaja o un inconveniente: Se refería a la espontaneidad cordial. Ciertamente, en muchas ocasiones me ha sacado de apuros, o me ha sido útil, mientras que en otras me ha llevado a cometer errores como éste que ahora voy a contar:
Estábamos mi novia y yo en un encuentro formativo. Se acercó una pareja y mi novia me los presentó.  Eran altos y “fornidos” y, a juzgar por ciertos detalles, no eran esclavos del look. Salió el tema de los hijos y resultó que eran una familia súper-numerosa. Al enterarme de este detalle, surgió en mí inmediatamente un pensamiento, y se me ocurrió decirles, como si fuese un donaire: “Pues para tener tantos hijos estáis bien rollizos” Glup!)
Y al revés, como ejemplo del buen uso de dicha cualidad, puedo contar anécdotas como la siguiente:
Volviendo en autobús de una excursión de montaña con un grupo de universitarios, me vino una inspiración artística. Yo ya estaba trabajando de maestro y conocía poco a aquellas personas, pero me pareció que la idea era buena y me senté al lado del conductor para usar el micrófono. Anocheciendo y cansados, les relaté una historia improvisada en mi imaginación, adaptada a su edad, cultura y circunstancias del momento. Todos escucharon con mucha atención mi relato, que sazoné hábilmente con guiños entrañables para ellos. Llegando a la ciudad, me tocó bajarme en la primera parada, y no se me olvidará nunca el piropo que alguien me dirigió desde la ventanilla: ¡Adiós, artista!
Y de este último tipo tengo bastantes anécdotas. Casi se podría decir que soy un artista callejero autodidacta.
Recién casados, nos llevamos a dos sobrinos adolescentes a Colonia, a la Jornada Mundial de la Juventud en la que los jóvenes se reúnen con el Papa y que se celebra cada dos o tres años. Aunque yo ya estaba para entonces en la cuarta década, mi espíritu aún se mantenía muy vivaz.
El lugar era impresionante. Una explanada gigantesca en la campiña germana, organizada al modo en que sólo este pueblo sabe hacerlo. Afluía gente desde todos los puntos cardinales, a semejanza de una movilización militar. El espíritu de alegría reinante hacía de aquello una experiencia única.
Terminado el encuentro, la multitud –un millón y medio de personas– empezó a dispersarse. Riadas de peregrinos por todas partes, caminando cada uno detrás de su abanderado.
Como a pesar de la buena organización no era fácil evacuar a tanta gente sin demoras, se formaron desagradables tapones de caminantes cansados, y sobrecargados “con el peso” del incierto desarrollo de aquella  retirada.
La compañía de los jóvenes exaltó de algún modo mi parte más jovial. Y movido por mi natural facilidad para la comedia, me encaramé en la caja de un camión que había en el lugar donde se atascó nuestra “columna” y a voz en grito, con el inglés más chispeante que pude, empecé a hilar una especie de discurso-testimonio-chanza. De un grupo de italianos la mar de simpáticos me llegó un megáfono; animé a Pilar, mi mujer, a incorporarse al show como artista-testimonio invitada, y entre una cosa y otra tuvimos durante un buen rato entretenida a la joven concurrencia, que se podía contar por cientos. Después de unos años, todavía me recuerdan mis sobrinos esta “hazaña” de juventud.
Roma y la Vía Bartolo
Abro un paréntesis en medio de estas divertidas historias para narrar un suceso aparentemente trivial pero que tiene mucha miga si se cree en la Providencia.
Para esos dos sobrinos que acabo de mencionar fue todo un descubrimiento conocer el ambiente católico (que significa ‘universal’) de la Jornada Mundial de la Juventud. Y aprovechando su entusiasmo, su tía Pilar, deseosa de mostrarles la belleza de la fe, les había propuesto visitar Roma con nosotros. Y la ocasión se presentó a los pocos meses, en los días de febrero que llaman “Semana Blanca.
Estar en la Ciudad Eterna, tal como esperábamos, fue una experiencia hermosa para los cuatro. La monumentalidad de lo espiritual allí es palpable, y así lo percibían los chicos y con su expresivo lenguaje se lo contaban a sus padres: “Aquí todo es grandioso; si un edificio es imponente, la siguiente basílica lo es aún más”.
Estuvimos alojados en una residencia regentada por religiosas que no distaba mucho del Vaticano, aunque por estar algo elevada solíamos utilizar el autobús. Era un lugar tranquilo, de casas bajas, con zonas verdes y buenas vistas. Se accedía por una callecita de sentido único, sin apenas tráfico, que se llamaba Vía Bartolo. El pequeño tramo que recorríamos por ella era siempre el mismo, desde el portal hasta la parada del autobús que estaba a un tiro de piedra’, en la carretera general que bajaba de la montaña.
Un día volvimos a casa utilizando una línea de metro. Según el plano, nos dejaría un poquito más distantes, pero no mucho. Empezaba a anochecer cuando asomamos la cabeza a la superficie terrestre. El día había sido intenso y ya teníamos ganas de llegar. Pero resultó que no reconocíamos el lugar en el que habíamos aparecido. Como forzosamente teníamos que estar cerca, aquel contratiempo no parecía representar un problema, aunque ya se sabe que en los viajes se pone a prueba la capacidad de entendimiento entre las personas... Durante   aquella   estancia   en   Roma,   yo   estuve haciendo el tonto casi todo el tiempo para hacer sentirse bien a mis sobrinos. Y en ese plan, mientras mi mujer fiada de su buena orientación ya había dado algunos pasos, inciertos, “hacia la casa, los demás íbamos tras ella discutiendo sobre si era o no lo más razonable preguntar por la vía Bartolo. Se reían de mí intuyendo el absurdo: Una calle tan insignificante, con ese nombre, en un lugar de fisonomía tan distinta a la suya…
Proponía mi mujer, animosa, enfilar la subida de aquella avenida que no conocíamos, mientras revolaban en su estela los sobrinos con risas nerviosas; en silencio, un servidor, le daba vueltas a la pieza buscándole su encaje… A una señorita que pasaba a mi lado, le pregunté divertido por la vía Bartolo, y me respondió con un gesto de extrañeza que desató las carcajadas de mis sobrinos y me disuadió de seguir preguntando; pero aquello no me alteró, sino que, haciendo una “cabriola” para encajar el “golpe, volví a las andadas, entre risas y cansancios.
Descendían como arroyos a desembocar en aquella avenida varias callecitas, y llevado por un vientecillo juguetón me alejé unos metros brincando por una de ellas. Entonces mi interior se llenó de luz, y grité a pleno pulmón: ¡¡Eh, mirad!! ¡¡VÍA BARTOLO!!
No sé dónde colocaron mis acompañantes esta ‘casualidad’ pero yo, lleno de asombro, la guardé en mi corazón.
Resultó que la calle de la residencia era una vía larga, estrecha y muy empinada, cosa que no hubiéramos podido sospechar conociendo solamente su último tramo, el rellano donde estaba la casa.
Algunos años después, o sea, ahora, veo claramente que en aquel suceso Dios me estaba hablando, y también puedo entender gran parte de lo que me quería decir. Entre otras cosas me anunciaba un cambio profundo en mi vida.
Al volver de aquel viaje mi madre tuvo que ingresar en el hospital para una operación de un cambio de válvula. En principio no era una intervención difícil, aunque su avanzada edad le añadía riesgo. El resultado fue inesperado y supuso, justamente, el comienzo de ese cambio que el Señor me había anunciado. Pero antes de que eso sucediera pasaron otras cosas que conviene contar.
Retomando el hilo de mi personalidad, con esa faceta artística que tengo planeé en otra ocasión acudir a la fiesta de disfraces de mi colegio encaramado en unos zancos. Lo hice todo: Logística y ejecución. Busqué el diseño de las plataformas en internet, conseguí el material, convencí a un amigo ebanista para componerlo, a otro para que me acompañara en mis primeros paseos, me entrené a conciencia, pensé y elaboré un disfraz, etc. Por ahí tengo el vídeo de la fiesta, bailando un ritmo sabrosón con mis dos metros cincuenta.
De esa guisa aproveché para visitar a mis otros sobrinos más pequeños en su propio colegio. Y tampoco ellos olvidarán el día en que apareció su tío en el patio, enfundado en un mono blanco manchado con chapapote del Prestige y luciendo un viejo casco de motorista sobre el que un pájaro a pilas, pringado de brea, aleteaba sin conseguir alzar el vuelo. Y en la hemeroteca de la biblioteca regional estará durante mucho tiempo la noticia de aquel manifestante contra la guerra de Irak que destacaba por encima de los demás.
De aquella jornada conservo también algunas anécdotas divertidas, como el comentario de un señor que al verme dijo que yo tenía “pájaros en la cabeza. Parecerá una tontería, pero la ingeniosa ocurrencia logró darme donde más me dolía y no tuve más remedio que consolarme pensando para mis adentros que se trataba del Ave Espíritu Santo.
Este último suceso es un ejemplo de cómo ser original y emprendedor resulta a menudo incómodo, porque no siempre encajas con la sensibilidad del público. Además, te expones mucho a la tentación de incubar resentimiento, por lo duro que es sentirte incomprendido o mal tratado.
Si cualquier don se convierte al mismo tiempo en una tarea, porque no puedes renunciar a desarrollarlo para ponerlo al servicio de la sociedad, en el caso de los dones artísticos, precisamente por el bien que pueden hacer, el sufrimiento que llevan aparejado es también mayor de lo ‘normal’. En concreto, la dificultad de “no caer bien a todos” se amplifica para los artistas. En todo caso, se puede tener la seguridad de que, si uno hace las cosas con recta intención, por más que sea imposible no ofender a alguien, o causar en ocasiones algún daño, termina uno por adquirir conocimiento acerca de lo que está bien y de lo que está mal, acerca de lo que conviene o no conviene hacer en cada momento; o sea, podemos llegar a saber lo que Dios quiere que hagamos y serle gratos poniéndolo por obra.
En resumen, a falta de dar cuenta de cómo el Señor ha podido valerse de mi personalidad −con sus defectos y virtudes− para sus planes, les anticipo que lo ha hecho y lo sigue   haciendo, por   lo   que   puedo   asegurar   que   la “configuración personal” no es nunca impedimento para colaborar en los designios benéficos de Dios. Y termino este apartado con un último ejemplo.


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