LAS COSAS DE DIOS
![]() |
¿Cómo es Dios, el que hizo el Cielo y la Tierra? |
38
La luz al final del túnel
“Un retoño brota del tronco de Jessé, un germen, de sus raíces”.
Mi casa quedó destrozada después del huracán “H” y sus coletazos, y estuvo en un tris de ser reducida a polvo. Milagrosamente resistió, gracias a que estaba sustentada sobre “Roca”. Merece la pena relatar cómo fue el principio del fin de aquella tormentosa etapa de mi vida.
[Lo contaré en tercera persona, como si se tratara de un relato acerca de otro, y tomaré el nombre ficticio de Teófilo, que significa “amigo de Dios”]:
«El otoño del 93 no terminaba de coger el relevo estacional; pasaban los días y el sol seguía mandando. Ya se hacía raro tanto verano. Así, con los ritmos cambiados, tuvo lugar el momento quizá más decisivo de la vida de Teófilo, un joven inquieto, maestro de escuela.
Después de una infancia feliz en un pueblecito minero se había mudado, a los 15 años, con sus padres a un paisaje urbano, agitado por la transición política hacia una democracia moderna:
“Idas y venidas, voces y empujones; todo era ganancia para pescadores.”
Zarandeado por aquellas turbulentas aguas no tuvo más remedio que ponerse a resguardo del puerto, esperando el momento de proseguir su viaje con menos sobresaltos. Reforzó algunos puntos débiles de su embarcación ganando unas oposiciones a funcionario, y volvió a echarse a la mar.
Pero enseguida notó que, a pesar de haber mejorado la estabilidad de su barquita, seguía acusando el mar de fondo.
En esas desfavorables condiciones se vio de pronto en alta mar, en medio de una travesía por el atlántico. ¡Qué ajeno iba el marinerito del destino que le esperaba!
Pasando por Gran Bretaña le tocó bregar con mar rizada, y poco después, ya en jurisdicción americana, se levantaron olas de mar gruesa. Peleó Teófilo con el coraje y la fuerza de un coloso, pero no le alcanzó su pericia para evitar el naufragio.
Dado que era la primera vez que su embarcación sufría serios desperfectos, y como lograra recomponerla en un tiempo razonable, enseguida decidió volver a navegar. Pero poco tardaría en comprobar que otra vez se había echado a la mar antes de tiempo.
El percance en América le había dejado más tocado de lo que él había alcanzado a imaginarse, y no estaba realmente todavía en condiciones de levar anclas. Desoyendo los buenos consejos, y arrastrado por su inquietud, pronto se volvió a alejar de la costa, con maniobras inseguras e imprudentes, y así, con toda esa precariedad a cuestas, e ignorante de los peligros que le acechaban, a las primeras de cambio se vio envuelto en un nuevo temporal, pero no corriente, sino de mar arbolada, uno como jamás había tenido que enfrentar.
Entonces sí que perdió el control y su frágil embarcación quedó a merced del oleaje. Abandonada a su suerte, fue absorbida de pronto por un violento remolino, y en su espiral vertiginosa, se vio arrastrada, sin control ninguno, por una inercia descomunal… hasta desplomarse bruscamente por la irresistible atracción del hondón.
¡Madre mía, qué desastre! ¡Qué gran fracaso para el marinero!
...Y de nuevo volver a empezar.
De entre el polvo de sus cenizas, como el Ave Fénix, resurgió Teófilo, entre temeroso y temerario, para seguir escribiendo por sí mismo el guion de su vida. Desde luego, moral no le faltaba; lo cual le venía de familia. El caso es que, a lo tonto, como el que no quiere la cosa, aquel grumete bravucón, a fuerza de batacazos, se estaba convirtiendo en un lobo de mar.
Mientras terminaba de reparar su barco, calculaba Teófilo que ya nunca le iba a dominar ningún temporal. Y gracias a Dios acertaría, aunque el libreto de esa buenaventura distase mucho de ser el que él hubiera redactado.
Justo en aquel delicado momento de su vida, estando aún convaleciente de su último naufragio y necesitado todavía de cuidados, hete aquí que, por una jugada del destino, se ve obligado a abandonar el lugar protegido que le cobijaba para irse a trabajar a un pueblecito lejano, vecino del mar, en una región fronteriza entre Asturias y Cantabria. Los acontecimientos de aquel período tan breve como intenso perviven en su memoria envueltos en una especie de misterio, como la extraña luz de aquel otoño que quería ser verano.
Paseando por la playa solitaria, o descubriendo los rincones del pueblo, flotaba Teófilo como en un sueño, ignorante de que el destino le había llevado allí para enseñarle a volar… a volar, sí, aunque no del modo en que él llegaría a imaginárselo.
En la escuela de Soto de la Jara era la primera vez que se intentaba enseñar inglés a partir del primer curso de primaria. Después de un año de baja y sin tener experiencia con niños tan chicos, aquello le venía ancho a Teófilo; de modo que el día que le soltaron en el ruedo empezó, según su costumbre, haciendo un análisis lógico de la situación: “Si les digo que van a aprender inglés porque es un idioma que les abrirá muchas puertas les sonará a chino”, pensó. “Qué saben ellos qué es un idioma y a saber qué se podrán imaginar con lo de las puertas”. En esas cavilaciones se acordó de un chiste que le hizo sonreír; lo cual era algo que le pasaba a menudo, que hasta en las situaciones más trágicas solía encontrar él un punto de humor.
El carácter de Teófilo era expansivo y alegre, y, aunque
al verle ahora nadie lo diría, estaba hecho de esa buena pasta. Lamentaba que
la gente confundiera lo importante con lo aburrido, y tenía la certeza de que
la verdad era hermana de la risa.
Al cumplir quince años, una amiga le regaló, vete tú a saber por qué, una novela de Unamuno titulada “Niebla”. El caso es que de aquella lectura sólo le quedó en la memoria un párrafo del prólogo, en el que el autor decía que su vida llevaba el sello del bufo trágico, en el que lo cómico y lo trágico, aclaraba, no estaban simplemente superpuestos, sino fundidos y confundidos en una sola cosa. Y por alguna razón Teófilo se sintió identificado con aquello, y ya nunca más se le olvidó.
El chiste que le vino a la memoria a Teófilo aquel primer
día de clase decía: «Hay dos palabras que les abrirán muchas puertas en esta
vida: ‘tire’ y ’empuje’». Sonrió complacido el maestro con aquel juego de ideas que
asomaron a su mente: “Sí, pensó, algo así se imaginarán estos pobres si les
digo lo del inglés y las muchas puertas que abre…”.
Es increíble la facilidad con la que los adultos se olvidan
de cómo razonaban cuando eran niños; pero a Teófilo no le pasaba tanto eso, lo
cual, unido a su natural facilidad para emplear la lógica, le daba cierta
ventaja a la hora de hacerse entender por los pequeños.
Por fin, una vez hecha su composición de lugar, se le ocurrió algo para explicarles a los niños en qué consistía eso del inglés.
- ¿Os gustan los juegos?
- ¡Sííí!
- Pues os voy a enseñar uno. Se trata de hablar de una manera distinta, una manera que sólo vosotros vais a conocer. Cuando hayáis aprendido a hablar así podréis deciros cosas en secreto, y nadie sabrá lo qué estáis diciendo, a no ser que queráis revelarles vuestro secreto. Es súper- divertido. Empezaremos rompiendo las palabras en trozos. Por ejemplo: Me-sa; si-lla. Y ahora ¡atentos! Porque vamos a meter un trozo de otra palabra por el medio para despistar, un trozo que lleve la letra p, ya sabéis: pa, pe, pi, po ó pu… Fijaos: ‘mesa’ se dirá ‘me-pe-sa-pa’, y ‘silla’ se dirá ‘si- pi-lla-pa’. Venga, a por ello, vamos a ensayar.
Entusiasmados los chicos, en cosa
de diez o quince minutos, la mayoría
había conseguido un grado de ejecución bastante aceptable.
- ¡Qué bien, ya podéis hablar en clave! Es genial. Pero decidme una cosa, ¿he venido yo aquí sólo para jugar con vosotros? ¡Noo, claaro!, yo soy el profesor de…
- ¡¡INGLÉÉS!!
- ¡Exacto! Pues bien, chicos, el inglés es como este juego que os acabo de enseñar. Cuando lo hayáis aprendido podréis entender a otras personas que también sepan inglés, y los que no lo sepan, ¡no se enterarán de nada!
Enseguida sonó el timbre para el cambio de clase. Con aquella ocurrencia Teófilo había podido contextualizar su labor y en los días sucesivos se ocuparía de introducir las primeras nociones del libro de texto.
Dos semanas más tarde, en otra luminosa mañana de octubre, estaban trabajando frases sencillas para identificarse. Teófilo quiso saber si los niños se estaban enterando bien de sus explicaciones y preguntó a dos o tres de los que parecían más espabilados:
- “What‟s your name?”
Le respondieron con bastante acierto y el maestro
prosiguió la ronda intentando calar al grupo de los que no se podía adivinar
bien qué estaban pensando.
- ¡A ver, tú!, dijo señalando a un alumno de aire campechano: What’s your name?
El niño permaneció inmóvil y cabizbajo unos instantes, hasta que, con una expresión de asombro en la cara, y levantando despacio el dedo, respondió muy concentrado:
- “To-po, ño-po”.
La
clase estalló en una carcajada y la perplejidad de Toño colmó de gracia la escena.
Lejos estaba entonces Teófilo de imaginar que aquella
anécdota iba a ser casi el único recuerdo de su labor docente que se llevaría
de allí.
Con el paso del tiempo ese recuerdo sería como una de esas flores secas que se guardan en un libro y que conservan siempre algo de fragancia.
Se acercaba el aniversario de su último clamoroso naufragio y, misteriosamente, el maestro empezó de nuevo a encontrarse mal. Aquello le pilló por sorpresa y no se lo podía explicar, pero el caso es que estaba sucediendo.
En poco tiempo se vio asediado por sombríos pensamientos y acosado por espantosos sobresaltos. Con dolor comprobó que su lucha era inútil, que aquellos monstruos terribles eran infinitamente más poderosos que él. Desamparado y vencido por la tristeza, en su fuero interno decidió finalmente tirar la toalla e irse.
“Un retoño brota del tronco de Jessé, un germen, de sus raíces”.
Mi casa quedó destrozada después del huracán “H” y sus coletazos, y estuvo en un tris de ser reducida a polvo. Milagrosamente resistió, gracias a que estaba sustentada sobre “Roca”. Merece la pena relatar cómo fue el principio del fin de aquella tormentosa etapa de mi vida.
[Lo contaré en tercera persona, como si se tratara de un relato acerca de otro, y tomaré el nombre ficticio de Teófilo, que significa “amigo de Dios”]:
«El otoño del 93 no terminaba de coger el relevo estacional; pasaban los días y el sol seguía mandando. Ya se hacía raro tanto verano. Así, con los ritmos cambiados, tuvo lugar el momento quizá más decisivo de la vida de Teófilo, un joven inquieto, maestro de escuela.
Después de una infancia feliz en un pueblecito minero se había mudado, a los 15 años, con sus padres a un paisaje urbano, agitado por la transición política hacia una democracia moderna:
“Idas y venidas, voces y empujones; todo era ganancia para pescadores.”
Zarandeado por aquellas turbulentas aguas no tuvo más remedio que ponerse a resguardo del puerto, esperando el momento de proseguir su viaje con menos sobresaltos. Reforzó algunos puntos débiles de su embarcación ganando unas oposiciones a funcionario, y volvió a echarse a la mar.
Pero enseguida notó que, a pesar de haber mejorado la estabilidad de su barquita, seguía acusando el mar de fondo.
En esas desfavorables condiciones se vio de pronto en alta mar, en medio de una travesía por el atlántico. ¡Qué ajeno iba el marinerito del destino que le esperaba!
Pasando por Gran Bretaña le tocó bregar con mar rizada, y poco después, ya en jurisdicción americana, se levantaron olas de mar gruesa. Peleó Teófilo con el coraje y la fuerza de un coloso, pero no le alcanzó su pericia para evitar el naufragio.
Dado que era la primera vez que su embarcación sufría serios desperfectos, y como lograra recomponerla en un tiempo razonable, enseguida decidió volver a navegar. Pero poco tardaría en comprobar que otra vez se había echado a la mar antes de tiempo.
El percance en América le había dejado más tocado de lo que él había alcanzado a imaginarse, y no estaba realmente todavía en condiciones de levar anclas. Desoyendo los buenos consejos, y arrastrado por su inquietud, pronto se volvió a alejar de la costa, con maniobras inseguras e imprudentes, y así, con toda esa precariedad a cuestas, e ignorante de los peligros que le acechaban, a las primeras de cambio se vio envuelto en un nuevo temporal, pero no corriente, sino de mar arbolada, uno como jamás había tenido que enfrentar.
Entonces sí que perdió el control y su frágil embarcación quedó a merced del oleaje. Abandonada a su suerte, fue absorbida de pronto por un violento remolino, y en su espiral vertiginosa, se vio arrastrada, sin control ninguno, por una inercia descomunal… hasta desplomarse bruscamente por la irresistible atracción del hondón.
¡Madre mía, qué desastre! ¡Qué gran fracaso para el marinero!
...Y de nuevo volver a empezar.
De entre el polvo de sus cenizas, como el Ave Fénix, resurgió Teófilo, entre temeroso y temerario, para seguir escribiendo por sí mismo el guion de su vida. Desde luego, moral no le faltaba; lo cual le venía de familia. El caso es que, a lo tonto, como el que no quiere la cosa, aquel grumete bravucón, a fuerza de batacazos, se estaba convirtiendo en un lobo de mar.
Mientras terminaba de reparar su barco, calculaba Teófilo que ya nunca le iba a dominar ningún temporal. Y gracias a Dios acertaría, aunque el libreto de esa buenaventura distase mucho de ser el que él hubiera redactado.
Justo en aquel delicado momento de su vida, estando aún convaleciente de su último naufragio y necesitado todavía de cuidados, hete aquí que, por una jugada del destino, se ve obligado a abandonar el lugar protegido que le cobijaba para irse a trabajar a un pueblecito lejano, vecino del mar, en una región fronteriza entre Asturias y Cantabria. Los acontecimientos de aquel período tan breve como intenso perviven en su memoria envueltos en una especie de misterio, como la extraña luz de aquel otoño que quería ser verano.
Paseando por la playa solitaria, o descubriendo los rincones del pueblo, flotaba Teófilo como en un sueño, ignorante de que el destino le había llevado allí para enseñarle a volar… a volar, sí, aunque no del modo en que él llegaría a imaginárselo.
En la escuela de Soto de la Jara era la primera vez que se intentaba enseñar inglés a partir del primer curso de primaria. Después de un año de baja y sin tener experiencia con niños tan chicos, aquello le venía ancho a Teófilo; de modo que el día que le soltaron en el ruedo empezó, según su costumbre, haciendo un análisis lógico de la situación: “Si les digo que van a aprender inglés porque es un idioma que les abrirá muchas puertas les sonará a chino”, pensó. “Qué saben ellos qué es un idioma y a saber qué se podrán imaginar con lo de las puertas”. En esas cavilaciones se acordó de un chiste que le hizo sonreír; lo cual era algo que le pasaba a menudo, que hasta en las situaciones más trágicas solía encontrar él un punto de humor.
Al cumplir quince años, una amiga le regaló, vete tú a saber por qué, una novela de Unamuno titulada “Niebla”. El caso es que de aquella lectura sólo le quedó en la memoria un párrafo del prólogo, en el que el autor decía que su vida llevaba el sello del bufo trágico, en el que lo cómico y lo trágico, aclaraba, no estaban simplemente superpuestos, sino fundidos y confundidos en una sola cosa. Y por alguna razón Teófilo se sintió identificado con aquello, y ya nunca más se le olvidó.
Por fin, una vez hecha su composición de lugar, se le ocurrió algo para explicarles a los niños en qué consistía eso del inglés.
- ¿Os gustan los juegos?
- ¡Sííí!
- Pues os voy a enseñar uno. Se trata de hablar de una manera distinta, una manera que sólo vosotros vais a conocer. Cuando hayáis aprendido a hablar así podréis deciros cosas en secreto, y nadie sabrá lo qué estáis diciendo, a no ser que queráis revelarles vuestro secreto. Es súper- divertido. Empezaremos rompiendo las palabras en trozos. Por ejemplo: Me-sa; si-lla. Y ahora ¡atentos! Porque vamos a meter un trozo de otra palabra por el medio para despistar, un trozo que lleve la letra p, ya sabéis: pa, pe, pi, po ó pu… Fijaos: ‘mesa’ se dirá ‘me-pe-sa-pa’, y ‘silla’ se dirá ‘si- pi-lla-pa’. Venga, a por ello, vamos a ensayar.
- ¡Qué bien, ya podéis hablar en clave! Es genial. Pero decidme una cosa, ¿he venido yo aquí sólo para jugar con vosotros? ¡Noo, claaro!, yo soy el profesor de…
- ¡Exacto! Pues bien, chicos, el inglés es como este juego que os acabo de enseñar. Cuando lo hayáis aprendido podréis entender a otras personas que también sepan inglés, y los que no lo sepan, ¡no se enterarán de nada!
Enseguida sonó el timbre para el cambio de clase. Con aquella ocurrencia Teófilo había podido contextualizar su labor y en los días sucesivos se ocuparía de introducir las primeras nociones del libro de texto.
Dos semanas más tarde, en otra luminosa mañana de octubre, estaban trabajando frases sencillas para identificarse. Teófilo quiso saber si los niños se estaban enterando bien de sus explicaciones y preguntó a dos o tres de los que parecían más espabilados:
- “What‟s your name?”
- ¡A ver, tú!, dijo señalando a un alumno de aire campechano: What’s your name?
El niño permaneció inmóvil y cabizbajo unos instantes, hasta que, con una expresión de asombro en la cara, y levantando despacio el dedo, respondió muy concentrado:
- “To-po, ño-po”.
Con el paso del tiempo ese recuerdo sería como una de esas flores secas que se guardan en un libro y que conservan siempre algo de fragancia.
Se acercaba el aniversario de su último clamoroso naufragio y, misteriosamente, el maestro empezó de nuevo a encontrarse mal. Aquello le pilló por sorpresa y no se lo podía explicar, pero el caso es que estaba sucediendo.
En poco tiempo se vio asediado por sombríos pensamientos y acosado por espantosos sobresaltos. Con dolor comprobó que su lucha era inútil, que aquellos monstruos terribles eran infinitamente más poderosos que él. Desamparado y vencido por la tristeza, en su fuero interno decidió finalmente tirar la toalla e irse.
Estaba en clase, con los más pequeños, cuando sucedió aquel lance. Era otra tarde radiante de aquel extraño otoño. El calor
y la digestión tenía un poco amodorrados a los niños, y él también lo estaba,
aunque más por sus pesares que por los de la comida. Desganado y sin fuerzas,
se había dejado caer taciturno en su sillón, dándole vueltas a sus oscuras
preocupaciones, y sin conseguir recuperar el sosiego. Y su desazón iba en aumento
al ver que no lograba desempeñar su labor.
Increíblemente, a pesar de que el tiempo pasaba y él seguía ‘ausente’, sin hacerse con las riendas de la clase, los muchachos no se alborotaban, como si estuvieran bajo un hechizo. Y en esa atmósfera de irrealidad se fue cociendo su errada decisión, y prolongándose por demás su agonía, en un tiempo que le pareció eterno.
Finalmente, haciendo acopio de fuerzas, se levantó y fue
hacia la pizarra. Cogió la tiza y escribió lentamente: « S…O…U…L »
Lo escribió tan grande que con solo esas cuatro letras llenó el encerado. Luego les dijo a los niños que esa era la palabra más importante de todas, y que significaba alma.
Y dentro de la misma atmósfera de misterio, sin estridencias, como si todo lo que estaba sucediendo fuera normal, les dijo a los alumnos que se iba. En aquel momento, en medio del silencio, un chico levantó la voz, y le preguntó al maestro que adónde se iba. Teófilo le contestó que tenía que hacer un examen muy importante. Y en diciendo esto se fue.
Cogió su coche y salió del pueblo. Un paisano le saludó desde el zaguán de su casa como a los soldados que se van a la guerra y Teófilo le devolvió agradecido el saludo.
Una vez alcanzada la carretera general pasó sobre él un escuadrón de helicópteros militares. Nunca había visto un espectáculo así. Desde luego, era todo muy extraño.
Llevaba poco tiempo allí y aquellos arrabales del pueblo no los conocía bien. No sabía, por ejemplo, que hubiese un apeadero de tren. Las vías transcurrían en aquel tramo paralelas a la carretera y había una senda a su lado. Decidió bajarse del coche y caminar un poco por ella. Enseguida llegó a un puente sobre un barranco, donde la vegetación y algunos árboles acolchaban el lejano cauce del riachuelo. En ese momento notó que estaba tenso y cansado, y se apoyó en la baranda. Mientras miraba aquella fronda reparó en la soledad que sentía, y dio la vuelta sobre sus pasos. Al llegar de nuevo a la carretera, observó desde la hondonada en la que estaba, la larga recta que bajaba hasta allí y el gran número de camiones que, con la pendiente a su favor, cruzaban veloces por debajo de aquella pasarela elevada que él tenía delante. Calculó su altura: Unos siete metros. La lógica y los números eran para él un lenguaje muy querido y familiar. Otro tío suyo, ingeniero, le había inculcado, mezclada con cariño, esa afición.
Volvió a incorporarse al tráfico de la general y bajó unos cuantos metros más por ella, hasta donde empezaba la curva. Había a la derecha una entrada a una finca con un cartel que ponía “Hacienda El Espinoso”.
–Sí, pensó. Lleno de espinas está mi camino.
Sin saber muy bien qué hacer dio la vuelta en la explanada que había allí mismo, justo donde empezaba la desviación que conducía hasta la playa. Ascendió por la recta de nuevo, y hacia la mitad tomó el camino del faro. Era una carreterilla sinuosa que subía hasta los acantilados de aquella rasa costera. Al alcanzar la cumbre se bajó, y examinó el paisaje. No era como se lo había imaginado. Estaba familiarizado con zonas más abruptas de la costa, más al oeste, donde solía pasar los veranos con su familia. Pero allí no caía tan a plomo la tierra, sino que iba perdiendo altura entre peñascos y abundante vegetación. Se retiró bajando en coche hacia el punto de dónde había partido.
Alcanzó enseguida la carretera general y se incorporó a ella en sentido descendente, hacia el puentecito que la cruzaba por encima.
En aquel atardecer rojo, según se aproximaba al puente, sentía una gran sequedad interior. Le faltaba muy poco para llegar cuando su mirada reparó en una señal de carretera que representaba con unas líneas algo así como un faro de luz, y que indicaba el Camino de Santiago. Más tarde se enteraría de que “el faro era una vieira”.
Al ver aquello se acordó de que le debía a su primo-hermano un viaje a Compostela de acción de gracias...
- …Una deuda, una luz, la peregrinación de la fe...
Llevó el coche hasta la explanada; aparcó, y paró el motor.
Hundido en su asiento, y la mirada perdida; inmóvil, y detenido el tiempo, expuso
su corazón a una contienda…
- …Más no se haga mi voluntad, sino la tuya; amén.
Miró el reloj: Eran las siete en punto de la tarde.
La verdadera despedida de los niños fue al día siguiente, antes de que su primo, su cuñado y su hermana vinieran a ayudarle con la mudanza. Uno de los alumnos le preguntó cómo le había ido el examen, y le contestó que había aprobado con muy buena nota.
Atardecía también cuando volvían de regreso a la casa paterna. Circulando en sentido contrario, no cesaban de pasar camiones. Su primo se percató y expresó su asombro. Él permaneció callado, y así estuvo durante todo el trayecto.
Increíblemente, a pesar de que el tiempo pasaba y él seguía ‘ausente’, sin hacerse con las riendas de la clase, los muchachos no se alborotaban, como si estuvieran bajo un hechizo. Y en esa atmósfera de irrealidad se fue cociendo su errada decisión, y prolongándose por demás su agonía, en un tiempo que le pareció eterno.
Lo escribió tan grande que con solo esas cuatro letras llenó el encerado. Luego les dijo a los niños que esa era la palabra más importante de todas, y que significaba alma.
Y dentro de la misma atmósfera de misterio, sin estridencias, como si todo lo que estaba sucediendo fuera normal, les dijo a los alumnos que se iba. En aquel momento, en medio del silencio, un chico levantó la voz, y le preguntó al maestro que adónde se iba. Teófilo le contestó que tenía que hacer un examen muy importante. Y en diciendo esto se fue.
Cogió su coche y salió del pueblo. Un paisano le saludó desde el zaguán de su casa como a los soldados que se van a la guerra y Teófilo le devolvió agradecido el saludo.
Una vez alcanzada la carretera general pasó sobre él un escuadrón de helicópteros militares. Nunca había visto un espectáculo así. Desde luego, era todo muy extraño.
Llevaba poco tiempo allí y aquellos arrabales del pueblo no los conocía bien. No sabía, por ejemplo, que hubiese un apeadero de tren. Las vías transcurrían en aquel tramo paralelas a la carretera y había una senda a su lado. Decidió bajarse del coche y caminar un poco por ella. Enseguida llegó a un puente sobre un barranco, donde la vegetación y algunos árboles acolchaban el lejano cauce del riachuelo. En ese momento notó que estaba tenso y cansado, y se apoyó en la baranda. Mientras miraba aquella fronda reparó en la soledad que sentía, y dio la vuelta sobre sus pasos. Al llegar de nuevo a la carretera, observó desde la hondonada en la que estaba, la larga recta que bajaba hasta allí y el gran número de camiones que, con la pendiente a su favor, cruzaban veloces por debajo de aquella pasarela elevada que él tenía delante. Calculó su altura: Unos siete metros. La lógica y los números eran para él un lenguaje muy querido y familiar. Otro tío suyo, ingeniero, le había inculcado, mezclada con cariño, esa afición.
Volvió a incorporarse al tráfico de la general y bajó unos cuantos metros más por ella, hasta donde empezaba la curva. Había a la derecha una entrada a una finca con un cartel que ponía “Hacienda El Espinoso”.
Sin saber muy bien qué hacer dio la vuelta en la explanada que había allí mismo, justo donde empezaba la desviación que conducía hasta la playa. Ascendió por la recta de nuevo, y hacia la mitad tomó el camino del faro. Era una carreterilla sinuosa que subía hasta los acantilados de aquella rasa costera. Al alcanzar la cumbre se bajó, y examinó el paisaje. No era como se lo había imaginado. Estaba familiarizado con zonas más abruptas de la costa, más al oeste, donde solía pasar los veranos con su familia. Pero allí no caía tan a plomo la tierra, sino que iba perdiendo altura entre peñascos y abundante vegetación. Se retiró bajando en coche hacia el punto de dónde había partido.
Alcanzó enseguida la carretera general y se incorporó a ella en sentido descendente, hacia el puentecito que la cruzaba por encima.
En aquel atardecer rojo, según se aproximaba al puente, sentía una gran sequedad interior. Le faltaba muy poco para llegar cuando su mirada reparó en una señal de carretera que representaba con unas líneas algo así como un faro de luz, y que indicaba el Camino de Santiago. Más tarde se enteraría de que “el faro era una vieira”.
Al ver aquello se acordó de que le debía a su primo-hermano un viaje a Compostela de acción de gracias...
- …Una deuda, una luz, la peregrinación de la fe...
- …Más no se haga mi voluntad, sino la tuya; amén.
La verdadera despedida de los niños fue al día siguiente, antes de que su primo, su cuñado y su hermana vinieran a ayudarle con la mudanza. Uno de los alumnos le preguntó cómo le había ido el examen, y le contestó que había aprobado con muy buena nota.
Atardecía también cuando volvían de regreso a la casa paterna. Circulando en sentido contrario, no cesaban de pasar camiones. Su primo se percató y expresó su asombro. Él permaneció callado, y así estuvo durante todo el trayecto.
39
Había fracasado en su primer intento de andar por sí
mismo ‘sin muletas’, y, en vez de eso, le había firmado
un cheque en blanco a ‘un desconocido’. ¿Qué vendría ahora?Para empezar, tenía que ir despacio y aceptar que otros, los que sabían del tema, le ayudaran. Esa era la carta que había elegido en su Getsemaní particular. En unos días ya se había puesto el ‘nuevo hábito’ y al principio, al menos, no le resultó tan incómodo como se lo había imaginado.
Las nuevas condiciones le exigían un esfuerzo mucho mayor y suponían una seria amenaza para su equilibrio. Llegó a encontrarse tan mal que estuvo a punto de tirar la toalla; y lo habría hecho de no ser por una ayuda inesperada y crucial que recibió justo en ese momento de extrema necesidad.
Su decisión de darle a Dios una oportunidad, aunque él tardaría mucho tiempo en darse cuenta, había sido el acontecimiento más trascendente de su vida.
Jesús había acogido con mucho agrado que Teófilo le abriera las puertas de su casa y entró por ellas con su delicadeza y discreción de siempre. Por esa suavidad con que Él nos habita, llegó a creerse Teófilo que todavía seguían en sus manos las riendas de su propia vida.
Al volver de su fecundo exilio veranotoñal, se le presentó la ocasión de entrar a formar parte de un grupo de católicos de los que había oído hablar en el hospital, cuando estuvo yendo a rehabilitación, y la aprovechó. Se reunían dos veces por semana para celebrar la Eucaristía, orar y escuchar la Palabra de Dios.
En esas reuniones, los primeros años le fueron muy costosos porque su mente seguía ocupada en otros asuntos y no se enteraba de casi nada; digo su mente, claro, porque a su corazón le estaba sucediendo algo bien distinto. En cualquier caso, ya desde el primer día notó en su interior que aquel era su sitio, que había dado por fin con el buen camino.
¿Qué piedras llegaron a removerse merced a este cambio de su vida? ¿Y qué ayuda inesperada fue aquella que le permitió salvar el gran escollo del nuevo trabajo?
La tremenda aspereza en el desempeño de su labor le suponía una continua tentación de abandonar, lo que agravaba aún más su situación. Durante el trabajo y fuera de él no dejaba de considerar la propuesta de jubilación que las autoridades educativas le habían hecho y se imaginaba que eso le traería otra vida más halagüeña que la que ahora tenía.
Al salirse de la realidad continuamente con esas fantasías, perdía aún más el con-trol del aula y se encrespaban las dificultades.
La sensatez de su madre, que se negó en redondo a considerar la propuesta del retiro, fue en un primer momento lo que le previno de caer en la trampa que escondía el ocio. Pero, además, gracias a la formación que recibía en su grupo, estaba viviendo una paulatina renovación interior que iba a ser la coraza definitiva frente a todos los fantasmas que le asediaban.
Y en aquel contexto fue cuando la amorosa Providencia le entregó el precioso regalo que le tenía reservado desde Houston.
Mientras iba de camino al trabajo, cavilando oscuramente sobre el asunto de su cordura y de la jubilación, al pasar por delante de “El Pinar del Río”, quedó iluminado de pronto su entendimiento por una luz esplendente: Comprendió que las insinuaciones de dejar el trabajo que le rondaban provenían de un ídolo muy malo, totalmente opuesto a la voluntad de Dios, y de nombre Mi- Razón-Lo-Puede-Todo.
Comentarios
Publicar un comentario