QUIEN A DIOS TIENE NADA LE FALTA (repito, NADA)
No el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gustar internamente de las cosas de Dios
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Antes he dicho que ya no veo mi caso como algo excepcional. Ahora estoy convencido de que cualquiera, al final de su vida, podría contar experiencias igual de intensas que la mía. El lector podrá sacar mucho provecho si considera esta apreciación mía como un aviso importante para ponerse en guardia, para abrir sus sentidos ante el misterio de la vida, del que se habla muy poco, a pesar de ser nuestra asignatura fundamental.
Las imágenes que pueblan el inconsciente colectivo actual se renuevan
constante y vertiginosamente, contribuyendo con su extraordinaria profusión a
echar en el olvido esa trascendental condición
de las personas:
«Vivimos para algo, todos somos conscientes
de que tenemos algo importante
entre manos de lo que nos pedirán cuentas y que por supuesto ‗no
vale todo‘.»
De lo anterior se deduce que podemos acertar o errar; procurarnos una vida lograda y feliz o ir de desastre en desastre. Y esto a nivel individual y colectivo.
Nos ayudaría mucho disponer de “imágenes diagnósticas” que nos mostraran “cómo vamos”, si la sociedad goza de buena o mala salud; y a ello dedicaré las páginas siguientes. Una vez estudiado el marco social entraré en la consideración de mi historia particular.
“Jesús desembarcó en la región de los gerasenos. Le salió al encuentro desde el sepulcro donde vivía un hombre poseído de espíritu inmundo, que se postró ante Él diciendo
“No me atormentes más”, porque Jesús le estaba ordenando al espíritu
rebelde salir de aquel hombre. Había
cerca una gran piara de cerdos y los espíritus, pues eran muchos, le rogaron que les dejara meterse en ella. Salieron y la piara entera, unos dos mil cerdos, se abalanzó por el acantilado y se ahogó. El pueblo, al enterarse de lo que había pasado, le rogó a Jesús que se marchara. El hombre, en cambio, decidió seguir a Cristo pero éste le ordenó que se volviera a su casa y a su ciudad y difundiera todo lo que Dios había hecho con él.” [Mc 5, 1-20].
En realidad, ambos personajes, el loco y la gente, son ejemplos de enajenación, el uno por pérdida de la razón y el otro por su apego a los bienes materiales. Son personajes equiparables a un enfermo mental de nuestros días y la sociedad bien pensante, que lo mira con lástima y/o desdén. Pero veamos en qué consiste su locura.
Irrumpe Jesús en la vida de este pueblo con deseo de darles la salud
definitiva. Es el médico que trae la Misericordia, el único antídoto que
inmuniza contra todos los virus de la miseria. Sin embargo, sólo puede curar al
loco.
¿En qué engaño viven los demás? ¿Qué les impide recibir la salud con mayúsculas? Pues justamente, como ya dijimos, sus riquezas materiales. Aferrados a su tesoro, se creen sanos y salvos, mejores que el resto y seguros por sus bienes. Por eso cierran obstinadamente sus oídos a cualquier cosa que signifique cambios en su vida. Pero ¡qué equivocados están! Ignoran que todos han de pasar tarde o temprano por una situación igual de humillante que la de aquel pobre desgraciado del cementerio, que nadie está exento de probar el amargo cáliz de la fragilidad humana.
En relación con esto, me acabo de acordar del impacto que me causó la súbita muerte de una alumna por caerse en una balsa para puercos, cuya cría era la actividad principal de su localidad. Hoy como ayer, a la sombra de “lo normal”¡qué infinidad de víctimas siguen siendo inmoladas al “dios-Din”!
Pero volviendo al tema, aquellas personas que, como la mayoría de nosotros, vivían en una “ciudad próspera” y se consideraban gente ‗de bien‘ y, por supuesto, mejores que el endemoniado, estaban igualmente recluidas, aunque no fueran conscientes, “en un cementerio”.
Porque ¿qué otro nombre se le puede dar sino a esa soledad en que pasamos todos la mayor parte del tiempo, incluso estando acompañados, porque es “el único lugar”donde se admiten miserias? E incluso cuando hablamos ¿no rebota acaso nuestra voz en los muros del zulo? Y si salimos buscando calidez ¿no volvemos corriendo, ‗con el rabo entre las piernas‘ por el rugido de la incomprensión?
[Nota: El cementerio entonces era “el lugar de los muertos”. Los cristianos pasaron a llamarlo “el lugar de los que duermen”.]
Sí, claro que todos sabemos lo que es vivir aislados, claro que somos todos, en este sentido, el loco del cementerio.
Somos a un tiempo el loco y ‗los porqueros‘, porque preferimos la piara a la piedad. ¿O acaso no hacemos esa elección cuando les damos la espalda a los demás por la fealdad o la miseria que suponemos en ellos? ¿Y no sabemos de sobra lo que significa “entre todos la mataron y ella sola se murió”?
Ciertamente sí; como dice S. Pablo en una de sus cartas “vivimos aborreciendo y siendo aborrecibles para los demás”. Y lo triste es que la condena que les imponemos a los otros se vuelve en contra nuestra y nos fuerza a vivir en el aislamiento, la aspereza y la soledad.
Sanando al loco, Jesús invitaba también a sus vecinos a salir de su
cementerio par-ticular, pero ellos, aferrados a sus riquezas, no quisieron
escucharle. Aunque se pasaban la vida gimiendo en su interior, anhelando una
vida más lisonjera, no se atrevieron ni a considerar la posibilidad del cambio.
El gran milagro que Jesús obró entre ellos les pasó casi desapercibido por
el descalabro de los cerdos. Estaban tan cerrados a las novedades que se
taparon la cara para no ver la luz que irradiaba aquel acontecimiento. Su vida
eran los cerdos y la presencia de Jesús les incomodaba: ¡Aléjate de nosotros,
ser extraño, no nos inquietes más, por favor!
Pensaban que por su esfuerzo ellos sí conseguirían sobreponerse pronto al gran desastre. Dureza de corazón, cortedad de miras, orgullo, indolencia…los enemigos del alma. Violencia, mentiras, fatigas y temores… el pan nuestro de cada día, amargo donde los haya.
¿Es tan difícil creer que no hemos sido hechos para una existencia tan miserable? Nos queda el consuelo, menos mal, de que una vez abierta la puerta de la vida verdadera ya no se cerrará jamás y que el que lo desee podrá entrar por ella cuando quiera. El ejemplo de vida virtuosa de los curados por Jesús siempre será un reclamo entre las gentes y tal vez alguno se anime a probar el remedio que a ellos les salvó.
Entretanto, los problemas de los porquerizos, que son los nuestros, persisten.
El dilema que se les presentó a ellos pende igualmente sobre nosotros como una
espada de Damocles: Cerdos o santos; esclavos o libres; odiar o amar; en dos
palabras: Gerasa o Jerusalén.
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Estamos reflexionando en torno a la salud y su interrelación con el dinero
y el amor.
Después de haber leído el pasaje del milagro en la Decápolis sabemos, al menos, que el no tener nada predispone a llenarse de Aquel que lo tiene todo.
Nos hemos fijado en los personajes del geraseno y su vecindad desde el
punto de vista individual, como arquetipos de dos actitudes personales ante la
vida.
Pero si saltáramos al plano de lo colectivo veríamos que lo que se está cociendo ahora en las sociedades modernas es justamente la respuesta al dilema que se plantea en este evangelio.
Se podría decir que el endemoniado, que por más que le insistieron no quiso
vivir como todo el mundo y acabó por eso desquiciado y segregado, estaba más
cerca de la verdad que sus vecinos, pues él se curó mientras que ellos
terminaron arruinados y obstinados además en el error.
La crisis por la que hoy atravesamos es ciertamente la crisis de los
porqueros, porque el mar se ha tragado súbitamente nuestras riquezas pero ni
por esas aceptamos escuchar otras propuestas.
Cuando irrumpió Jesús en la vida de estas personas, ellos tenían al geraseno por maldito. Para ayudarles a curarse de la ceguera de su orgullo, Jesús permite que pierdan sus bienes, al tiempo que restablece la salud del proscrito. Viéndose arruinados y tan cerca de Alguien capaz de realizar portentos, se podría pensar que se les ocurriría pedirle ayuda. Pero no fue así. Como los monos del cuento, apretaron el puño, aferrándose a “su vida”. Es también muy probable que en cuanto se librasen de Jesús y a poco que se descuidara el geraseno, lo volvieran a amarrar. Por eso no es extraño que una vez curado quisiera irse de aquel pueblo; ¡en menudo compromiso lo había dejado el Señor!
Pero no, bromas aparte, los dones del Señor son irrevocables y en medio de
aquellas gentes ya se dejará oír para siempre la voz incómoda pero salutífera
de un profeta, repicando en las conciencias.
De entonces a esta parte no han dejado de surgir en el mundo testigos de la verdad, personas que no se dedican a criar cerdos sino que viven para anunciar la buena noticia del Evangelio, de la libertad; gentes que disipan las tinieblas del error con la claridad de sus vidas, señalando el camino seguro a los demás.
Y gracias a Dios que es así, porque la situación es apremiante.
Enterrado en el mar el sueño del progreso, la estrechez que ha empezado a
ceñir nuestras sociedades opulentas y que nos aprieta cada vez más, nos
obligará por fin a dar la cara, a responder al dilema:
¿Queréis dejarme ayudaros o preferís seguir chapoteando en el barro? ¿Qué
elegís: La piara o la piedad, la violencia o “el temor de Dios”?
En este momento, si escogemos seguir con nuestra vida de siempre, tenemos que asumir que lo haremos a costa de otros. Hasta hace poco, la abundancia “nos regalaba” una cierta anestesia moral, gozábamos de calidad de vida y podíamos creernos buenos al mismo tiempo. Pero eso pasó. Se multiplican por doquier las personas condenadas a vivir en ‗nichos‘, al margen de la sociedad y cada una de ellas es un aguijón en nuestras conciencias. La violencia llama insistentemente a nuestra puerta, la insensatez pregona desde las plazas su modo de vida desvergonzado, y multitud de reclamos intentan hacernos olvidar que nuestros actos tienen un valor moral.
El hecho de que en una coyuntura tan grave como la actual, donde amplísimas capas de la sociedad se ven empujadas a la pobreza, casi nadie alce la voz, da mucho que pensar. En esta parte del planeta la mayoría de la población había alcanzado un modus vivendi satisfactorio que no quisiera perder por nada del mundo. Pero era un status irreal, en mayor o menor medida era una situación de privilegio que condenaba a otros a la pobreza o al ostracismo. El sospechoso silencio social, con la que está cayendo, no es el de una sociedad bien cohesionada que lucha codo a codo para superar una dificultad, sino el de individuos habituados a vivir en soledad que, convencidos de que no hay otra vida posible que la de siempre, se afanan en sus rincones, con medios a menudo inconfesables, para no perder su parcela de poder. A su vez, los magnates nos instan a ajustarnos a exigentes medidas de austeridad para mantener el sistema a flote, pero pensando sobre todo en ellos mismos. Los que callan ante esta situación, la mayoría, es porque están convencidos de que después del arrechucho ellos conseguirán volver a su vida “arreglada” de antes, con “su parcelita a salvo” y como los poderosos, no quieren saber nada de cambios.
El pasaje evangélico de Gerasa no dice nada de la reacción de Jesús cuando le pidieron que se marchara; para qué. ¿Qué se podía hacer con aquel pueblo tan endurecido? Sin embargo, a otro pueblo semejante sí que le dijo algo: “Cuando se celebre el juicio final, los habitantes de Nínive se levantarán contra vosotros y hará que os condenen, porque a ellos les bastó la predicación del profeta Jonás para enmendarse, y yo soy mucho más que Jonás y a mí no me hacéis caso”.
Sin duda alguna, a los habitantes de las innumerables Gerasas del mundo, que se dedican a criar cerdos y se entierran en vida rodeados de miserias, les espera un juicio parecido. De todos modos, como la paciencia del Señor es infinita, el geraseno recibió el encargo de dar testimonio de Él entre los suyos, a ver si recapacitando cambiaban de vida.
Después de la 2ª Guerra Mundial se hicieron famosos unos versos que aún
siguen recitándose y que dicen algo así:
Luego vinieron a por los gitanos y no dije nada porque yo no era gitano.
Luego vinieron a por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron a por mí pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera
nada.”
Nos conviene, ciertamente, hacer memoria y aprender de los errores del pasado, porque nos va la vida en ello.
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