PERO NO ESTAMOS SOLOS
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En la inhóspita tundra siberiana está también Dios... (Foto de Dersu Uzalá) |
[Como introducción a las dos rosas de hoy, me parece interesante pegar aquí el comienzo del prólogo de Con el Alma en el Crisol, la segunda parte de 153 rosas.]
La tormenta de Cuatro Vientos
Los chicos quieren
saber de qué va la vida; y se les suele privar de ese conocimiento. Estoy
convencido de que mi vida habría sido distinta si hubiera tenido la oportunidad
de crecer en un ambiente donde a los chicos se les iniciara en este
conocimiento.
En el instituto donde trabajé, cuando me mandaban
cubrir una ausencia en algún aula, a menudo me pedían los chicos que les
contara mi experiencia; y no pocas veces me despedían con un aplauso. Ayer
mismo, en el club donde juego al tenis, me sorprendió un muchacho diciéndome
que quería leer uno de mis libros; y al preguntarle por qué, me dio a entender
esto mismo que estamos comentando, que sentía curiosidad por descubrir cosas. A
este chico, pues, y a todos los chicos del mundo, les dedico las siguientes palabras,
con muchísimo cariño.
Querido Fernando: A tu edad miraba yo a
los de la mía – ‘los puretas’ – con desconfianza. Era una actitud natural e instintiva,
algo así como querer quedarme para siempre en la inocencia de la infancia. ¡Qué
sabia es la naturaleza!, que nos avisa de las dificultades del camino. Porque,
efectivamente, a medida que nos hacemos mayores se va marchitando en nosotros
el espíritu de amor universal, por así decirlo, y el perfume de la inocencia va
siendo sustituido gradualmente por un tufillo a rancio, que echa para atrás. La
impureza que lo causa tiene mucho que ver, justamente, con el meollo de la vida,
que, al mismo tiempo que os asusta, os intriga.
¿Qué sentido tiene nuestra existencia?,
¿vivimos para pasárnoslo bien, o hay algo más?, ¿hay reglas en este ‘juego de
vivir’? Siempre me han parecido importantes estas preguntas – aunque no fuera
del todo consciente de ello – y sufrí mucho por no tener respuestas. En general,
todo el mundo pasa por esa fase de búsqueda, pero al no encontrar acogida a sus
inquietudes, por no sentirse raro prefiere ‘aparcarlas’ y unirse a la
corriente.
Lo malo es que eso tiene un precio. La curiosidad
que sentimos de niños nos viene de serie, y tiene una función. De hecho, la
educación parte de ahí, del deseo natural de saber. La factura que pagamos por
obviar la respuesta a esas preguntas básicas es la tristeza, que tiene muchas
formas: depresión; ansiedad; desasosiego; inclinación a la bulla, que luego nos
deja vacíos, etc. Ese estado de carencia es lo que vosotros rechazáis de los
adultos; os parece que nuestra vida no mola, que no hemos atinado; y tenéis
razón: la vida adulta está falta de alegría, de chispa, de libertad…
A mí me afectó tanto la falta de
orientación, que me fui secando, hasta enfermar… Y, sin embargo, en mi interior
estaba sano, porque mantenía vivo el deseo de amar; que es justamente el meollo
de la vida; lo que le da sentido. Y ahora viene lo mejor. Incapaz yo de
encontrar acceso a esa verdad, vino la Verdad misma a mí. Sí, como lo oyes. Yo
estaba con la soga de la tristeza al cuello, casi sin poder respirar, pero queriendo
vivir plenamente, queriendo… ¿cómo decirlo?... queriendo vivir como vivía de
niño. (Ya ves, Fernando, qué problema.)
Sí, tenía un gran problema, pero no sólo yo,
sino la mayoría. Esa aspiración de amar abiertamente a todo el mundo, y ser
amado por todos, es la de cualquier ser humano. Y el problema surge, y se
acrecienta en la edad adulta, por un bichejo que se llama Ego, y que nos induce
a pensar que lo mejor es buscar sólo tu propio bien, aunque hagas daño a otros.
Este ‘virus’, con sus ‘buenas razones’, logra engañar a muchos. Pero ¡ay,
amigo! Una persona es más que su razón, una persona es “razón + co-razón”. Y olvidada
‘esta fórmula’ empiezan a aparecer en nuestra vida los roces que nos van
poniendo tristes. Esos conflictos personales, que experimentamos a diario, son
señales que nos avisan de que nos estamos perdiendo, de que nos estamos
desviando del camino de la felicidad; `pero, como nuestra razón es orgullosa, y
gusta de endiosarse, seguimos adelante, pese a la evidencia… y empezamos a
perder la gracia. Y así llegamos, a menudo, al borde de precipicios…
Ahí pueden terminar mal muchas vidas,
pero, curiosamente, esas situaciones límite son también ocasiones especiales
para ‘recomenzar’: “Yo pensaba que… pero ahora veo que por aquí no hay salida…
voy a darle una oportunidad a mi corazón”; porque, después de todo, ‘no hay mal
que por bien no venga’.
Este libro es la segunda parte de una
trilogía en la que cuento con detalle cómo llegué yo a un callejón sin salida,
cómo empecé de nuevo, y cómo me está yendo desde que cambié de ruta. Aún me
queda por vivir y por escribir la tercera y definitiva etapa, pero con lo que
he vivido hasta mis sesenta años, puedo afirmar con rotundidad tres cosas: que
vivir es caminar con Dios hacia la patria del descanso definitivo; que Dios
tiene un enemigo que intenta que no llegues; y que, por dura que sea la prueba,
tenemos asegurada la victoria por la fe en que a Dios no hay poder que le haga
sombra; que somos sus hijos amados y no permitirá nunca que nos pase nada que
sea verdaderamente malo, es decir, que mate nuestro corazón.
“Ya… el corazón, diréis algunos, pero ¿y
el cuerpo, que?” Pues el cuerpo tiene que morir de algo, y será cuando Dios
quiera. Y han sido muchos – hombres, mujeres y niños – los que lo han entregado
libremente al martirio, convencidos de que luego lo iban a recuperar. San Juan
Pablo II gritó a los cuatro vientos que no tuviéramos miedo, y Benedicto XVI lo
predicó con el ejemplo ante dos millones de jóvenes en Cuatro Vientos, cuando,
en medio de una tormenta apocalíptica, se negó por tres veces, cada una más
firme que la anterior (sic Aciprensa), a retirarse del lugar donde la
multitud rezaba[1].
Querido Fernando, saber estas cosas es
como amarrar tu alma a un ancla poderosa, que por fuertes que sean los vientos
– y lo serán – te mantiene seguro en tu travesía para que puedas llegar a buen
puerto. Puede que desees volar, no sentirte uncido a un yugo, pero, créeme,
este yugo no es pesado, y merece mucho la pena llevarlo. Porque ese deseo tuyo
de volar es deseo de llegar al cielo; y eso es la vida, un camino al cielo; uno
que han hecho muchos, y que los que aún estamos en él, apoyándonos mutuamente,
también podremos terminar. ¡Ánimo, chaval! Tienes mucho que ganar y nada que
perder. Un abrazo, machote.
[1] En el mismísimo momento en
que escribía estas palabras, el día 13 de agosto de 2022, se ha desatado una
tormenta impetuosa, después de dos meses y medio de durísimo estío. Violentos
portazos me han obligado a levantarme con urgencia… la urgencia con la que es
preciso anunciar hoy al mundo que Dios no es un cuento formidable, que está
vivo entre nosotros con un corazón que se acelera cuando ve que alguien le toma
en serio. No me digas, Fernando, que es casualidad; no te cierres a la luz del
Espíritu Santo, que te llama – que nos llama – insistentemente, para mostrarnos
el camino que mejor les viene a nuestros pies. (El apartado que te dedico fue
lo último que escribí de este libro; el viento, desde que estalló la tormenta,
no dejó de aullar hasta que puse el punto final. ¡Bendito sea Dios!).
En los vericuetos por los que me perdí en mi búsqueda personal no faltaron sin embargo estelas que mantuvieron mi espíritu encendido en el amor a la verdad.
Tenía catorce años cuando murió Franco. ¡Qué momento tan complicado para hacerse un hombre! Se rompieron los postigos clavados por muchos años. Reventaron los candados de deseos fermentados con buenos y malos caldos y cedieron las compuertas al empuje de apetitos que llamaban libertad.
Y en medio de esta riada, los chiquillos como yo, nos vimos abandonados como ovejas sin pastor, corriendo tras los reclamos de un sinfín de asalariados que buscaban su provecho.
Amigos
Pero hasta en los estercoleros puede nacer una flor –¡cosa admirable! −y gracias a Dios, en medio de aquellos procelosos mares, gocé de una hermosa amistad.
Justo, un chico de mi edad y parecida condición, era esa flor en medio del muladar, un espíritu grande y libre que despertaba la admiración y la simpatía de todos los que le trataban.
Su persona sigue siendo para mí un misterio. Fuimos uña y carne unos pocos años, dos o tres, durante los cuales me grabó a fuego tantas portentosas lecciones que, sólo considerando el amor tan grande que Dios nos tiene, puedo entender yo la suerte de haberle conocido.
Listo y sabio, hábil, perspicaz, generoso, sensible, leal, valiente, creativo, honesto, humilde, alegre y un sinfín de maravillosas cualidades, adornaban su vida, que transcurrió desde aquella tierna edad de tumbo en tumbo.
Con apenas cuarenta años, condolida la hermana muerte por su mucho sufrimiento, se lo llevó consigo al merecido descanso eterno.
Acababa yo de conocer a la que habría de ser mi esposa cuando fuimos a visitarle al centro asistencial de la hermandad de San Juan de Dios, donde pasó la última etapa de su vida. Una pequeña ciudad dentro de la ciudad para acoger a los muchos “hermanos pequeños” como él que ya no tenían a dónde ir. Fue en aquella visita donde me hizo sus últimos regalos. (Perdón, los penúltimos, y ni siquiera, porque Justo no para).
A escasos meses de su final de trayecto, mientras paseábamos con Justo entre aquellas almas tan azotadas por los vientos, yendo él saludando a todos cordialmente, con su sencillez habitual y su finísimo sentido del humor, le confesó a Pilar: “Aquí puedes ligar lo que quieras”.
Enorme en lo pequeño, como siempre, me corrigió sin molestarme cuando al presentarle a mi entonces novia tuve el desatino de decirle que “parecía” que ella me quería: “No digas parece, Manuel”, comentó con indulgencia y cariño.
Estas pinceladas pueden dar una idea de quién era Justo y lo que supuso para mí su amistad.
Pero como es natural, no hay rosa sin espinas. Y además de llenarme de su fragancia también probé con él el dolor de sus dolores. Su naturaleza apasionada y tal vez – no sé por qué – atormentada, no congeniaba con la mediocridad y la estulticia del ambiente. Y tratar con él suponía aceptar entrar en una danza arriesgada y permanente. El final de nuestra estrecha convivencia vino marcado por dos sucesos. El primero, su temprana boda, y el segundo, el comienzo de mi rompimiento interior.
Se conjugaron ambos acontecimientos para que yo pudiera poner un punto y aparte en aquella alocada carrera a ningún sitio en la que muchos de mi edad habíamos entrado sin saberlo ni quererlo.
Desde entonces me replegué en mi casa, buscando un equilibrio que desde que empecé a dejar de ser niño nunca había tenido.
33
Si la época de La Transición en que me tocó hacerme mayor fue una época difícil, Dios, en su misteriosa providencia, permitió que a esa complejidad se sumara la que sobrevino en el seno de mi familia.
A mis 15 años empezó mi padre a tener graves molestias a causa de la mala circulación sanguínea; lo que popularmente se conocía como “el mal del escaparate”. Por aquel entonces la cirugía vascular no estaba tan desarrollada como ahora, aunque en nuestra ciudad había buenos especialistas.
Le ingresaron para intervenirle y hacerle varios bypass, que consistían en cortar los trozos de arterias que amenazaban con romperse por los aneurismas (inflamaciones anómalas) y sustituirlos por otros de un material sintético. Durante el largo período que abarcó el pre y el post de aquellas operaciones, la nave familiar se mantuvo a flote por la gran fuerza de voluntad de nuestra madre que se multiplicaba para poder estar con su marido y seguir gobernando el hogar. De lo duro que fue para ella aquel período da cuenta el hecho de que muchos años después aún seguía recordando el número de botellas de suero que le habían suministrado a mi padre y que ella había ido anotando como el preso que pone una marca por cada día que pasa, ansiando el momento de recuperar la libertad. Sé que eran ciento y mucho.
Pero a pesar de los enérgicos esfuerzos de mi madre, mi rebeldía iba en aumento a la par que la edad y los reclamos mundanos. Y por si la situación no fuera ya de por sí lo bastante delicada, cuando nuestro padre se vino a casa no se acabaron las penurias sino al contrario. Empezó entonces un tiempo aciago en el que, mientras yo me iba hundiendo cada vez más en el cieno, su operación empezaba a dar muestras de fracaso.
Las noches en el hogar, que yo inconscientemente acortaba con mis entradas y salidas, las pasaba mi pobre padre dando gritos de dolor. Hasta qué punto esa situación me destrozaba por dentro no lo sé, pero el hecho es que yo cada vez paraba menos en casa. El desenlace llegó, después de unos meses de gran prueba para todos, con la amputación de la pierna gangrenada. Mi padre tenía 63 años y yo 17.
No obstante el trauma, convaleciente aún, mi padre me fue de gran ayuda. Cierto día llegué destrozado a casa y me tumbé en la cama. Temblaba de pies a cabeza y confesé que fumaba porros. Y con la sensatez que la caracteriza, mi madre le pidió a papá que me hablara de hombre a hombre.
Llegó con la ayuda de sus muletas, y, también asustado, me miró desde el fondo de la habitación. Se sentó allí, y me habló. Dijo algo como que ese hábito, además de dañarme a mí, dañaba también al conjunto de la sociedad. Empleó la expresión “es una rémora para la sociedad”. Me emociono cada vez que lo recuerdo porque ese momento supuso un punto de inflexión en mi vida.
Entonces sí que me quedé solo de verdad. Y esa soledad se fue espesando y “poblándose de aullidos‘...
Oír las sirenas de la policía desde mi balcón me hacía sentirme un traidor a la patria, un prófugo de la batalla. Llevaba dentro el sufrimiento que traspasaba el corazón de mis conciudadanos jóvenes como si del mío propio se tratara, y pensaba en aquellos pobres con los que me había estado relacionando que no tenían ni siquiera el recurso de un hogar confortable para retirarse de la lucha como yo… “Aunque tal vez si pudieran hacerlo no lo harían”, pensaba; tan cobarde me sentía, y tan sin salida.
Los amigos de antes seguían más o menos con sus mismos hábitos, con lo que yo ya no encontraba un sitio cómodo entre ellos (por más que cómodo nunca lo había estado).
Y en casa, para qué contar, bastante tenían mis padres con lo suyo como para que yo les planteara problemas que a mí mismo me espantaban.
Pasando así aquellos años, primero en la universidad, y luego en el trabajo, yo no lograba desarrollar una afectividad sana. Como un astronauta que perdiera el cordón que le unía a la nave y quedara flotando en el espacio, así vivía yo.
Mi desarrollo personal había perdido varios eslabones y me encontraba perdido y asustado. Muy asustado. Si una persona se sentaba a mi lado, su simple roce casual me hacía temblar. Tenía un miedo incontrolable a que se descubriera mi miseria, mi radical inmadurez, mi debilidad. Y en este punto me siento moralmente obligado a extenderme un poco.
Ayer fui a recoger mi coche al taller. En plan de broma, pero muy en serio, le dije al dueño que en lugar de las típicas chicas semidesnudas, colgara de la pared a San Antonio. Desenfadadamente le advertí que el extendidísimo trastorno de la temprana impotencia sexual masculina está muy relacionado con esa forma de mirar a las mujeres. El negocio del Viagra es inmenso. Mantener una virilidad sana a lo largo de la vida adulta se ha convertido en un auténtico reto para el hombre actual, y la literatura en torno al tema se multiplica. Unido a este fenómeno está el de la homosexualidad, la pederastia y un largo etcétera de fenómenos. [*Negar la Ley Natural es un suicidio. Según cierto profesor chino, la ley de “un solo hijo, y varón" le ha llenado la clase con 400 varones, y casi todos homosexuales.]
Entre los desarrollos exponenciales que sucedieron en mi vida a partir de mi encuentro con Jesús uno es el de mi sexualidad. En el estado mórbido al que había llegado por mi falta de orientación sobre la vida (la falta de respuesta a cuestiones fundamentales como qué es la vida; para qué estamos aquí; cuál es el modo adecuado de vivir, si vale todo o no, si es el placer, del tipo que sea, el único objetivo), en ese estado, como digo, una de las cosas que más me afligían era no saber siquiera quién era yo desde el punto de vista sexual. Si hubiera podido encauzar mi conducta afectivo-sexual de un modo ordenado, sin trabas, hacia otro ser, hubiera encontrado una salida a mi desorientación, pero no se dio ese caso. Al contrario, por aquel entonces ‘rompían moldes’ los comportamientos atrevidos y desordenados de todo tipo, sembrando de tropiezos la maduración integral de la personalidad. Se puede decir que una insensata fanfarronería se había adueñado del ambiente; la mentalidad dominante respondía perfectamente al exitoso lema de “Antes muerta que sencilla”; para nuestra perdición. Una persona prudente forzosamente lo tenía que pasar mal. O te unías a la corriente de la desvergüenza o te quedabas solo. Al mismo tiempo ya crecía imparable la riada del malestar femenino, arrasando a su paso. Y con tan enlodado paisaje ¡como para encontrar caminos!
Lo que debe ser esa relación se puede entender pensando en un motor donde las piezas engranan entre sí. Un mal arreglo como el de “Apañaos entre vosotros”, supone dejar algo tan importante como el núcleo que la naturaleza ha privilegiado con el don de la fecundidad, a merced de dos visiones del mundo extrañas entre sí, e incapaces de armonizarse plenamente sin una ayuda experta y desinteresada; y así las cosas, más pronto que tarde, el motor se gripa. Pero antes de romperse van surgiendo un montón de anomalías, de disfunciones, entre ellas las de tipo afectivo-sexual, que por cierto no son sólo físicas ni sólo del hombre.
Hoy, gracias a Dios, también está en revisión el paraíso de la homosexualidad, que había gozado de tan buena fama en los últimos años.
Al lado de este caos, cuando iluminado por la fe empiezas a creer que existe un orden benigno en todo, y una vez metido a comprobarlo vas viendo que es cierto, que todo encaja, tu sexualidad, junto con todo tu ser, se va afirmando cada vez más, y progresando en las formas más adecuadas a tu naturaleza personal.
Un desarrollo armónico e integral te conducirá a ser más hombre o más mujer en todos los sentidos, y tus realizaciones personales se potenciarán en todas las esferas vitales (aumentarán el gozo, la eficacia, la fecundidad, el conocimiento y el bienestar que te aportan).
Causa un gran sufrimiento al alma desconocer todo esto, y si uno tiene la suerte de encontrarlo al fin, ¡bendito sea Dios!; pero es necesario decir abiertamente que el mundo está bien hecho y que, aunque el error nos siga llevando una y otra vez a sórdidos y peligrosos caminos sin salida, haríamos bien en decir rotundamente no a esas atrevidas propuestas, que están siempre a la que saltan, y que, aceptadas, nos dejan turbados y tristes.
Es un despropósito y una afrenta al sentido común pretender que el ser humano pueda aspirar a otra cosa que no sea el bien, la verdad o la belleza, o pretender que para llegar a ellos haya que transitar forzosamente por caminos abyectos.
En resumidas cuentas, se puede entender perfectamente que en el estado en que me encontraba no pudiera yo satisfacer las exigencias de una vida adulta; así que, o sucedía algo por una voluntad ajena a la mía; o era imposible que “mi figura” se recompusiera adecuadamente.
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