MI PADRE Y MI MADRE

 


Un 'Sí, quiero' para toda la vida; con Jesús y María.

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Todos los días hablo con mis padres, muertos hace ya tiempo, y les doy las gracias, y les pido ayuda para poder seguir mi camino. Me consuela enormemente tener la certeza de que ellos están salvados y de que volveré a verlos algún día. Los padres son el invento más genial de Dios; al menos, uno de los más geniales. Su lugar en la vida de una persona es fundamental.

Poco antes de morir mi madre escribí un texto que ayuda a conocerla mejor. Y poco después de morir mi padre tuve un sueño sobre él, que también escribí y que nos dice mucho de cómo era.

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En la noche del 21 de febrero de 2005, hallándose mi madre en estado crítico, escribí estas palabras pensando en ella:

«Son las cinco de la mañana. Me pongo a escribir para no dormirme. Esta noche quiero estar despierto y rezar. Mi mamá está grave en el hospital. Jesús, sé que estás aquí; y tu madre también. Estoy tan seguro de eso como de que me llamo Manuel. Hay mucha gente rezando estos días por mi madre. Y sé que ella se salvará, de eso también estoy seguro. Sin embargo, no quiero perder la oportunidad de rogar a Dios esta noche por ella, por si alguna culpa le quedara sin pagar.
¡Son tantas las noches que mi madre pasó en vela por mí! Primero cuando era niño, aunque entonces ayudaba muchísimo mi padre. Luego, cuando empecé a dejar de ser niño y caminaba entre trampas con una venda en los ojos. Más tarde, cuando me despeñaba por una de esas trampas. Y por último, cuando ella temía perderme antes de alcanzar su meta y que yo me perdiese.
En fin, la relación con mi madre, tan estrecha durante cuarenta y un años, es un abismo de emociones, un rosario de penas y alegrías. Una lucha sin cuartel entre el miedo y el cariño, entre la locura y el autodominio; entre el abandono y la disciplina. Una danza esforzada entre el desgarramiento y el temple. Una auténtica escuela de vida. Vivir con ella era vivir bajo un volcán rendido a Dios, viajar en un autobús sin poder asirse a la barra. Verdaderamente, vivir con ella te facilitaba alcanzar la dimensión trascendental de la vida.
Jesús, si quieres, puedes recoger con tus brazos cálidos los trocitos del corazón desvencijado de mi madre, de ese corazón que, retorcido y machacado, quiso latir siempre al compás del tuyo, y te siguió a trompicones, sangrando y roto como el tuyo, alocadamente en pos de ti.
Dígnate recogerlo con mucho, mucho cariño, pues mucho te ha amado, mucho se entregó por ti y muchas veces tuvo que renacer de sus cenizas.
Ten compasión de él, Tú, que sabes de todos los quebrantos. Manda venir a dos ángeles, que lo lleven con cuidado al cielo y lo dejen por fin descansar de tan duro, duro bregar. Amén.»

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De niño me encantaba estar con mi padre. Solía retirarse a una casita que había en la planta baja original de nuestra vivienda, que estaba por debajo del nivel de la carretera y a la que se accedía bajando una rampa ubicada en el lateral del edificio. Si este humilde rincón había servido en su día para crear un hogar, hacía mucho tiempo que había perdido esa función, y mis padres lo tenían sin un uso específico, esperando a que el tiempo decidiera su destino.
Yo jugaba revolviendo alrededor de mi padre por allí. Mientras él fumaba y leía, o simplemente pensaba en sus cosas, yo me entretenía viendo los trastos que habían quedado olvidados en los distintos rincones de la casa. De vez en cuando mi padre me alertaba de algún peligro, sobre todo de clavos viejos o cristales. Y después de un rato me subía a casa o me iba a jugar a otro sitio.
A veces me mandaba mi padre subir astillas para quemar en la cocina de carbón. Yo estiraba los brazos y él me ponía una pila de ellas encima, que previamente había cortado con un hacha de cualquier trozo de madera inservible.

No se prodigaba en palabras con nosotros tres, los hermanos, y generalmente era severo. Había aprendido ese trato en sus muchos años de maestro, trabajando con niños rudos que, por no estar adiestrados en el pensamiento y la reflexión, no entendían de finuras de modales. Esa pose suya prevenía a los muchachos de incurrir en faltas que hubieran exigido luego mucho desgaste para ser corregidas. Evitaba males mayores.
Así entendía yo, siendo niño, la severidad de mi padre en mis adentros. Mi corazón adivinaba la suavidad del suyo, y por eso me gustaba estar con él.

Años más tarde, en mi adolescencia, cuando por su enfermedad había padecido mucho y le habían tenido que amputar una pierna, tuve ocasión de comprobar hasta qué punto él también me quería. Fue en una ocasión en que me metí en un lío que me puso en manos de la autoridad. Estando aún mi padre convaleciente de su traumática operación, el encontrármelo por sorpresa a la puerta de los juzgados, y recibir su cariñosa amonestación, me llegó al alma. Había caminado hasta allí con gran esfuerzo, apoyado en sus muletas, y seguramente con gran dolor en el alma, y tan sólo para hacerme sentir que estaba conmigo. Mis amigos se dieron cuenta y me felicitaron; y también yo me felicitaba interiormente.
Tenía 27 años cuando la muerte se lo llevó de mi lado, y mi vida y mi corazón destrozados.

Una noche, apenas unos meses después de su muerte, soñé con él. Un sueño tan vívido que al día siguiente pude escribirlo:

«Subí las escaleras corriendo como de costumbre, y me dirigí a la cocina. Al abrir la puerta vi a mi padre de espaldas, mirando por la ventana. Mi corazón pegó un salto mortal. Tenía la pierna que le habían amputado, y en su rostro se veían las huellas de la pasión que atraviesa el que ha sufrido una enfermedad grave y la ha superado: La mirada profunda; las facciones descarnadas; el rostro pálido y ensombrecido y, sobre todo, la expresión serena del que ha recobrado la vida después de haber aceptado perderla. Me recordó al tenor José Carreras al volver de EEUU curado de su cáncer.
Tenía mi padre a su lado, en la pequeña encimera de la cocina, un vaso con una bebida sencilla, como correspondía a sus costumbres; podía tratarse de agua con un poco de limón, o algo así. Me llegué a su lado, nos miramos, y nos quedamos así, juntos, sin decir nada, felices del reencuentro.»

De niño te ayuda mucho que en tu hogar haya serenidad y alegría. También es importante para el desarrollo de tu persona que el ambiente escolar sea abierto y acogedor. Yo, gracias a Dios, tuve las dos cosas.

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