MI INFANCIA ES ALEGRÍA
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Crecí sintiéndome valioso. |
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El hogar
Mi infancia
transcurrió en mi pueblo natal y fui muy feliz. El hogar de mi niñez es el
viejo bastidor del tapiz de mi vida. Mi paz descansa ahí. Lo que fui viviendo
después está entretejido con aquellos hilos de antaño.
La felicidad con
mayúsculas se cuece en ese horno siempre encendido que es el hogar. La riqueza
de experiencias que acontecen allí excede con mucho la capacidad expresiva de
este novel escritor. Así, a vuela pluma, podría referirme a algunos flashes
destacados de aquella abigarrada historia:
«Cinco seres en torno a la mesa; en las noches de invierno cinco en la salita de estar –tresillo, estufa, televisión y el cariño flotando en el ambiente; los domingos a misa con la mejor ropa, y, al regresar los garbanzos listos para comer; a la tarde: Paseo por el parque de El Juncal y calamares fritos en “El Reno”.
Sazonando el año, las fiestas litúrgicas que daban sentido a la existencia:
El Niño Jesús que nace pobre en un portal entre una mula y un buey y los Reyes Magos que le traen regalos y de paso también a nosotros; los miércoles de ceniza con el “polvo eres”, los rigores de la Cuaresma y el gozo de la Pascua; el día del Padre y San José, el de la Madre y el mes de las flores; las fiestas adorables de La Virgen; y entre todas ellas, sobremanera, la Concencionina, al final del verano, con sus cinco días de alegría desbordante en el pueblo.
[Nota: las fiestas dedicadas a la Inmaculada Concepción de María se celebraban desde antiguo en mi pueblo el último domingo de agosto por un permiso especial, que lógicamente tendría que ver con que en el norte de España las fiestas patronales suelen ser en verano para asegurar el buen tiempo.]
Cada estación, con sus cosas propias, era un deleite. Las tardes de lluvia, aprendiendo a combinar la monotonía con la imaginación, y a conocer esa amable providencia que nos rescata del tedio con un sinfín de “trucos de chistera”: Una visita inesperada, la ilusión de un nuevo proyecto, un regalo con el que no contabas, un chocolate con churros... Y un día cualquiera, como premio a la paciente espera, la súbita emoción del cielo que se torna gris ceniza presagiando nieve, y el sobrecogimiento cuando empieza el espectáculo: ¡Qué inefable gozo experimenta el alma al contemplarlo! ¡Y cómo se prolonga luego con el alborozo de los juegos!
Por la mañana temprano, de camino al cole, el magnífico descubrimiento de los carámbanos colgando de los aleros, los charcos helados que se quiebran bajo tus pisadas y la entrañable sensación de sentirse querido al notar el calor del jersey tejido por mamá; ¡qué abundancia de todo!... como la de aquellos dulces típicos de cada fiesta…
Así entretenidos, con tantos alicientes, nos pillaba siempre desprevenidos la mágica primavera ¡y…ZACA, a volar! Arrobadores ensueños te llevaban de acá para allá en volandas, sin control; tu ser infantil entregado en brazos de un destino amable y juguetón. El día entero haciendo piruetas y cabriolas, en perfecta armonía con las alegres melodías de los pájaros, las delicadas fragancias del campo, y los cautivadores vuelos de libélulas, abejas y mariposas de colores.
Y entre una cosa y otra, en las tantas “horas muertas” de la infancia, se iba cociendo, como a lo tonto, el buen pastel: Mi tío me enseñaba a pensar, retando mi ingenio con mil graciosos acertijos y ocurrencias; mi padre ‘me instruía en la reflexión y el método’ con su sobriedad y sus silencios; y, como complemento indispensable, la alegre vitalidad de mi madre espabilaba mis sentidos –externos e internos– para observar y gustar la riqueza del mundo que nos rodea.
Esta excelente preparación familiar era continuada de manera también sobresaliente en las escuelas que por aquel entonces servían a nuestra instrucción. Con igual relieve y agradecimiento que mis recuerdos infantiles del hogar paterno perviven en mi memoria los recuerdos de mi etapa escolar.
El colegio de mi infancia era un mundo súper-atractivo. Me enriqueció con un sinfín de experiencias y lo tengo guardado en mi memoria como un precioso regalo. Todo me fue útil, incluso el maltrato de aquel abusón que me obligaba a huir de pronto. De él aprendí a tener en cuenta que existen en la vida otras personas. Nada menos.
Los aprendizajes académicos tenían lugar en una atmósfera ordenada que facilitaba obtener al mismo tiempo una buena formación humana. Y, en honor a la verdad, tengo que decir que en mi aprecio de aquella etapa rivalizan los contenidos “librescos” con las vivencias personales.
Confieso que para mí fue más importante la pelea que le gané a Leo, el líder de la clase, que manejar con solvencia el Teorema de Pitágoras; y que me dejó una huella más profunda la furtiva escapada con el bueno de Nicolás a ‘recoger’ la chatarra tirada por las vías del tren que compartir con Arquímedes la alegría de su descubrimiento sobre la mecánica de los fluidos.
Asimismo, la conmoción que me produjo la burla de mis compañeros por ponerme a llorar en clase, me enseñó 10mucho más acerca de la gravedad que la Ley del mismo nombre que revolucionó la Física. Y, sin querer ni de lejos ofender a Einstein, a quien admiro, también debo decir que su Teoría de la Relatividad no me espabiló tanto como la formidable impresión de quedarme a solas con mi primorosa compañera Guiomar.
De párvulos a segundo de primaria asistí a la escuela unitaria de mi pueblo. Don Antonio era como se suele decir “un pedazo de pan”, pero intuyo que además era de abierta y clara inteligencia. Lo digo porque tengo la sensación de que allí no perdí el tiempo y, sin embargo, a mi amigo y a mí nos dejaba salir al patio sin problemas tantas veces como nos entrara en gana.
Al cumplir yo seis años mi madre decidió volver a ejercer su profesión de maestra, así que me tuve que ir con ella a la vecina localidad industrial de El Juncal. En el nuevo colegio, por cuestión de edad, me hicieron repetir 2º. El primer día de clase mi maestro dijo en voz alta que yo tenía letra de cucaracha; obviamente, me sentó mal el comentario pero, sin embargo, resultó profético, porque nunca disfruté con la caligrafía. A eso lo llaman los pedagogos el “efecto Pigmalión”, o sea, que las expectativas del educador son muy importantes porque terminan confirmándose. En compensación, al año siguiente tuve la suerte de que me tocase con Don Bonifacio, que era tan amable en el trato que lo considero el mejor maestro de mi vida.
Luego vinieron unos años de barbecho que no dejaron surcos en mi memoria. Y reaparecen mis recuerdos escolares en sexto de EGB porque por aquel entonces se empezaba a vivir una etapa expansiva y alegre. A los maestros, entre ellos mis padres, les subieron el sueldo, en general había más dinero circulando y en el ambiente se respiraba cambio. Don Jalisco también estaba contento, tanto, que hablábamos con él de cualquier cosa. Pero me jugó una que no se me olvida. Yo no sé si es que tenía gustos de coleccionista, afición por las navajas, o debilidad por los objetos nuevos en general. El caso es que en cierta ocasión le enseñé orgulloso una navaja de usos múltiples que me acababan de regalar y se le ocurrió que se la apostase ‘a cambio de un Sobresaliente’ en matemáticas, el cual conseguiría yo si lograba resolver un problema a contrarreloj. Acepté el reto, incauto de mí, y perdí. Pero pasemos página.
Don Filiberto, cuando no nos portábamos bien, se enfadaba de verdad, y entonces repartía soplamocos. En cambio, en sus momentos de serenidad, mostraba una concepción pedagógica avanzada. Podía aparecer con un periódico, por ejemplo, y enseñarnos cómo buscar una farmacia de guardia. Lo malo es que, unido a sus frecuentes cambios de humor, esas novedades nos daban la risa, y no conseguía que nos tomáramos la clase en serio.
Doña Evarista era lo contrario que Don Bonifacio. Me hacía sentirme incómodo. Menos mal que mis padres, que la conocían bien, me ayudaban a restarle importancia al asunto.
Tengo para mí que la suerte sigue caminos misteriosos para repartirse bien, y a todos nos llega; otra cosa es que en el ínterin nos cansemos de esperar, y cuando llegue el paquete no nos pille en casa. Por ejemplo, si a mi hija le toca un profesor bueno es que se lo merece, pero si le toca malo: ¡eso no puede ser, a ver si conseguimos echarlo! Y nos empeñamos en mezclar “lo bueno y lo malo” a nuestra manera, sin mucho criterio, y errándola casi siempre.
Si la triste Evarista era “la de arena”, Doña Margarita era “la de cal”. ¡Ay, Doña Margarita! Alta y delgada y entrada en años, pero con una vivacidad y diligencia tan extraordinarias, que unidas a su natural sencillez y discreción hacían de ella una maestra excepcional. Conseguía en la clase de Trabajos Manuales lo que nadie se puede imaginar; antes incluso de que ella pisara el aula, ya estaba transformado como por arte de magia en un taller de artesanía, trabajando a pleno rendimiento en las obras más variopintas y atractivas. Y esas labores eran iniciadas y terminadas por todos los alumnos con éxito, demostrando claramente que la buena educación no la inventaron los suecos. ¡Gracias, Doña Margarita, qué linda eres!
Don Rosendo fue una novedad en el colegio. Con su poblada barba y su Citroën Dyane-6 azul “para gente encantadora”, tenía ciertamente un aire distinto al maestro de toda la vida. En aquel momento ya se empezaban a exhibir las propias ideas políticas, y él se ganó fama de progresista. Daba la imagen de un hombre satisfecho y era moderado en sus formas. Por contra, en las clases, parecía que le faltaba gas. Recuerdo que un día perdió los papeles y le arreó un buen tortazo a Chema, pero, curiosamente, aparte del mal trago que nos hizo pasar, el hecho no nos sorprendió tanto; no sé, tal vez porque le conocíamos mejor de lo que él mismo creía conocerse…
A Don Leopoldo, un hombretón como una montaña, que nos enseñaba literatura, se ve que le gustaba mucho lo suyo y nos impartía la asignatura 'con método', uno que llevaba en un cuaderno. Nos daba apuntes de autores y de obras, por lo que gracias a él me empezaron a sonar los principales escritores de la lengua española. Desde entonces sé, por ejemplo, que Garcilaso escribió 1 epístola, 2 elegías, 3 églogas, 5 canciones y 38 sonetos. Pero aparte de esa retahíla que se me quedó grabada, y que suelto en cuanto se me presenta la ocasión, no tengo noción de haber adquirido mucho más conocimiento. Se ve que no estábamos para conceptos como elegías, églogas y cosas así.
En las “Escuelas Nuevas” lo intelectual se combinaba fácilmente con otros aprendizajes: artísticos, logísticos, tecnológicos o físicos. Eran frecuentes las representaciones teatrales, en las que los alumnos asumíamos con bastante seriedad la mayor parte de la organización y ejecución de los proyectos. Las Exposiciones de final de curso eran interesantísimas muestras de las más diversas técnicas de artesanía. Y también tenían su sitio los conciertos corales o instrumentales.
El profesor de “gimnasia”, Don Ignacio, era un hombre joven y afable. Estas cualidades le facilitaban ser muy cercano con los alumnos. Y como el ambiente ordenado del colegio permitía hacer muchas cosas, en su clase pudimos tener contacto con un amplio abanico de actividades físicas y deportivas, por lo que aquella asignatura la recuerdo como una de las más provechosas y amenas.
Al hablar de Don Luis, el profe de Ciencias Naturales de sexto de primaria, me embarga la emoción, porque…era mi padre. No, en serio, mi padre fomentaba en mí con su método de enseñanza un alma de poeta; porque al obligarnos a escuchar en silencio durante largos ratos, mi espíritu volaba tras los cristales hasta los vecinos árboles del antiguo caserón:
“Amarillos en otoño,
en invierno descubiertos,
en primavera y verano,
de flor y fronda repletos.”
También poblaron de humanidad mis días escolares otras personas, como David, el calefactor, que valía para casi todo. Con su cojera y su voz ronca tenía la pinta de un pirata, y me imponía mucho respeto cuando iba a comprarle golosinas, o a por el vaso de leche que nos daban a la hora del recreo. Recuerdo también con mucho agrado a Vicente y a Paco, dos mocetones del aula de educación especial, muy entrañables. Uno, síndrome de Down, simpatiquísimo, y súper-sociable, y el otro, Paco, muy serio pero un buenazo.
Todas aquellas personas, niños y mayores, llenaron de colorido mi vida y mi corazón, y creo que no alcanzo a valorar justamente lo mucho que les debo.
«Cinco seres en torno a la mesa; en las noches de invierno cinco en la salita de estar –tresillo, estufa, televisión y el cariño flotando en el ambiente; los domingos a misa con la mejor ropa, y, al regresar los garbanzos listos para comer; a la tarde: Paseo por el parque de El Juncal y calamares fritos en “El Reno”.
Sazonando el año, las fiestas litúrgicas que daban sentido a la existencia:
El Niño Jesús que nace pobre en un portal entre una mula y un buey y los Reyes Magos que le traen regalos y de paso también a nosotros; los miércoles de ceniza con el “polvo eres”, los rigores de la Cuaresma y el gozo de la Pascua; el día del Padre y San José, el de la Madre y el mes de las flores; las fiestas adorables de La Virgen; y entre todas ellas, sobremanera, la Concencionina, al final del verano, con sus cinco días de alegría desbordante en el pueblo.
[Nota: las fiestas dedicadas a la Inmaculada Concepción de María se celebraban desde antiguo en mi pueblo el último domingo de agosto por un permiso especial, que lógicamente tendría que ver con que en el norte de España las fiestas patronales suelen ser en verano para asegurar el buen tiempo.]
Cada estación, con sus cosas propias, era un deleite. Las tardes de lluvia, aprendiendo a combinar la monotonía con la imaginación, y a conocer esa amable providencia que nos rescata del tedio con un sinfín de “trucos de chistera”: Una visita inesperada, la ilusión de un nuevo proyecto, un regalo con el que no contabas, un chocolate con churros... Y un día cualquiera, como premio a la paciente espera, la súbita emoción del cielo que se torna gris ceniza presagiando nieve, y el sobrecogimiento cuando empieza el espectáculo: ¡Qué inefable gozo experimenta el alma al contemplarlo! ¡Y cómo se prolonga luego con el alborozo de los juegos!
Por la mañana temprano, de camino al cole, el magnífico descubrimiento de los carámbanos colgando de los aleros, los charcos helados que se quiebran bajo tus pisadas y la entrañable sensación de sentirse querido al notar el calor del jersey tejido por mamá; ¡qué abundancia de todo!... como la de aquellos dulces típicos de cada fiesta…
Así entretenidos, con tantos alicientes, nos pillaba siempre desprevenidos la mágica primavera ¡y…ZACA, a volar! Arrobadores ensueños te llevaban de acá para allá en volandas, sin control; tu ser infantil entregado en brazos de un destino amable y juguetón. El día entero haciendo piruetas y cabriolas, en perfecta armonía con las alegres melodías de los pájaros, las delicadas fragancias del campo, y los cautivadores vuelos de libélulas, abejas y mariposas de colores.
Y entre una cosa y otra, en las tantas “horas muertas” de la infancia, se iba cociendo, como a lo tonto, el buen pastel: Mi tío me enseñaba a pensar, retando mi ingenio con mil graciosos acertijos y ocurrencias; mi padre ‘me instruía en la reflexión y el método’ con su sobriedad y sus silencios; y, como complemento indispensable, la alegre vitalidad de mi madre espabilaba mis sentidos –externos e internos– para observar y gustar la riqueza del mundo que nos rodea.
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La escuelaEsta excelente preparación familiar era continuada de manera también sobresaliente en las escuelas que por aquel entonces servían a nuestra instrucción. Con igual relieve y agradecimiento que mis recuerdos infantiles del hogar paterno perviven en mi memoria los recuerdos de mi etapa escolar.
El colegio de mi infancia era un mundo súper-atractivo. Me enriqueció con un sinfín de experiencias y lo tengo guardado en mi memoria como un precioso regalo. Todo me fue útil, incluso el maltrato de aquel abusón que me obligaba a huir de pronto. De él aprendí a tener en cuenta que existen en la vida otras personas. Nada menos.
Los aprendizajes académicos tenían lugar en una atmósfera ordenada que facilitaba obtener al mismo tiempo una buena formación humana. Y, en honor a la verdad, tengo que decir que en mi aprecio de aquella etapa rivalizan los contenidos “librescos” con las vivencias personales.
Confieso que para mí fue más importante la pelea que le gané a Leo, el líder de la clase, que manejar con solvencia el Teorema de Pitágoras; y que me dejó una huella más profunda la furtiva escapada con el bueno de Nicolás a ‘recoger’ la chatarra tirada por las vías del tren que compartir con Arquímedes la alegría de su descubrimiento sobre la mecánica de los fluidos.
Asimismo, la conmoción que me produjo la burla de mis compañeros por ponerme a llorar en clase, me enseñó 10mucho más acerca de la gravedad que la Ley del mismo nombre que revolucionó la Física. Y, sin querer ni de lejos ofender a Einstein, a quien admiro, también debo decir que su Teoría de la Relatividad no me espabiló tanto como la formidable impresión de quedarme a solas con mi primorosa compañera Guiomar.
De párvulos a segundo de primaria asistí a la escuela unitaria de mi pueblo. Don Antonio era como se suele decir “un pedazo de pan”, pero intuyo que además era de abierta y clara inteligencia. Lo digo porque tengo la sensación de que allí no perdí el tiempo y, sin embargo, a mi amigo y a mí nos dejaba salir al patio sin problemas tantas veces como nos entrara en gana.
Al cumplir yo seis años mi madre decidió volver a ejercer su profesión de maestra, así que me tuve que ir con ella a la vecina localidad industrial de El Juncal. En el nuevo colegio, por cuestión de edad, me hicieron repetir 2º. El primer día de clase mi maestro dijo en voz alta que yo tenía letra de cucaracha; obviamente, me sentó mal el comentario pero, sin embargo, resultó profético, porque nunca disfruté con la caligrafía. A eso lo llaman los pedagogos el “efecto Pigmalión”, o sea, que las expectativas del educador son muy importantes porque terminan confirmándose. En compensación, al año siguiente tuve la suerte de que me tocase con Don Bonifacio, que era tan amable en el trato que lo considero el mejor maestro de mi vida.
Luego vinieron unos años de barbecho que no dejaron surcos en mi memoria. Y reaparecen mis recuerdos escolares en sexto de EGB porque por aquel entonces se empezaba a vivir una etapa expansiva y alegre. A los maestros, entre ellos mis padres, les subieron el sueldo, en general había más dinero circulando y en el ambiente se respiraba cambio. Don Jalisco también estaba contento, tanto, que hablábamos con él de cualquier cosa. Pero me jugó una que no se me olvida. Yo no sé si es que tenía gustos de coleccionista, afición por las navajas, o debilidad por los objetos nuevos en general. El caso es que en cierta ocasión le enseñé orgulloso una navaja de usos múltiples que me acababan de regalar y se le ocurrió que se la apostase ‘a cambio de un Sobresaliente’ en matemáticas, el cual conseguiría yo si lograba resolver un problema a contrarreloj. Acepté el reto, incauto de mí, y perdí. Pero pasemos página.
Don Filiberto, cuando no nos portábamos bien, se enfadaba de verdad, y entonces repartía soplamocos. En cambio, en sus momentos de serenidad, mostraba una concepción pedagógica avanzada. Podía aparecer con un periódico, por ejemplo, y enseñarnos cómo buscar una farmacia de guardia. Lo malo es que, unido a sus frecuentes cambios de humor, esas novedades nos daban la risa, y no conseguía que nos tomáramos la clase en serio.
Doña Evarista era lo contrario que Don Bonifacio. Me hacía sentirme incómodo. Menos mal que mis padres, que la conocían bien, me ayudaban a restarle importancia al asunto.
Tengo para mí que la suerte sigue caminos misteriosos para repartirse bien, y a todos nos llega; otra cosa es que en el ínterin nos cansemos de esperar, y cuando llegue el paquete no nos pille en casa. Por ejemplo, si a mi hija le toca un profesor bueno es que se lo merece, pero si le toca malo: ¡eso no puede ser, a ver si conseguimos echarlo! Y nos empeñamos en mezclar “lo bueno y lo malo” a nuestra manera, sin mucho criterio, y errándola casi siempre.
Si la triste Evarista era “la de arena”, Doña Margarita era “la de cal”. ¡Ay, Doña Margarita! Alta y delgada y entrada en años, pero con una vivacidad y diligencia tan extraordinarias, que unidas a su natural sencillez y discreción hacían de ella una maestra excepcional. Conseguía en la clase de Trabajos Manuales lo que nadie se puede imaginar; antes incluso de que ella pisara el aula, ya estaba transformado como por arte de magia en un taller de artesanía, trabajando a pleno rendimiento en las obras más variopintas y atractivas. Y esas labores eran iniciadas y terminadas por todos los alumnos con éxito, demostrando claramente que la buena educación no la inventaron los suecos. ¡Gracias, Doña Margarita, qué linda eres!
Don Rosendo fue una novedad en el colegio. Con su poblada barba y su Citroën Dyane-6 azul “para gente encantadora”, tenía ciertamente un aire distinto al maestro de toda la vida. En aquel momento ya se empezaban a exhibir las propias ideas políticas, y él se ganó fama de progresista. Daba la imagen de un hombre satisfecho y era moderado en sus formas. Por contra, en las clases, parecía que le faltaba gas. Recuerdo que un día perdió los papeles y le arreó un buen tortazo a Chema, pero, curiosamente, aparte del mal trago que nos hizo pasar, el hecho no nos sorprendió tanto; no sé, tal vez porque le conocíamos mejor de lo que él mismo creía conocerse…
A Don Leopoldo, un hombretón como una montaña, que nos enseñaba literatura, se ve que le gustaba mucho lo suyo y nos impartía la asignatura 'con método', uno que llevaba en un cuaderno. Nos daba apuntes de autores y de obras, por lo que gracias a él me empezaron a sonar los principales escritores de la lengua española. Desde entonces sé, por ejemplo, que Garcilaso escribió 1 epístola, 2 elegías, 3 églogas, 5 canciones y 38 sonetos. Pero aparte de esa retahíla que se me quedó grabada, y que suelto en cuanto se me presenta la ocasión, no tengo noción de haber adquirido mucho más conocimiento. Se ve que no estábamos para conceptos como elegías, églogas y cosas así.
En las “Escuelas Nuevas” lo intelectual se combinaba fácilmente con otros aprendizajes: artísticos, logísticos, tecnológicos o físicos. Eran frecuentes las representaciones teatrales, en las que los alumnos asumíamos con bastante seriedad la mayor parte de la organización y ejecución de los proyectos. Las Exposiciones de final de curso eran interesantísimas muestras de las más diversas técnicas de artesanía. Y también tenían su sitio los conciertos corales o instrumentales.
El profesor de “gimnasia”, Don Ignacio, era un hombre joven y afable. Estas cualidades le facilitaban ser muy cercano con los alumnos. Y como el ambiente ordenado del colegio permitía hacer muchas cosas, en su clase pudimos tener contacto con un amplio abanico de actividades físicas y deportivas, por lo que aquella asignatura la recuerdo como una de las más provechosas y amenas.
Al hablar de Don Luis, el profe de Ciencias Naturales de sexto de primaria, me embarga la emoción, porque…era mi padre. No, en serio, mi padre fomentaba en mí con su método de enseñanza un alma de poeta; porque al obligarnos a escuchar en silencio durante largos ratos, mi espíritu volaba tras los cristales hasta los vecinos árboles del antiguo caserón:
“Amarillos en otoño,
en invierno descubiertos,
en primavera y verano,
de flor y fronda repletos.”
También poblaron de humanidad mis días escolares otras personas, como David, el calefactor, que valía para casi todo. Con su cojera y su voz ronca tenía la pinta de un pirata, y me imponía mucho respeto cuando iba a comprarle golosinas, o a por el vaso de leche que nos daban a la hora del recreo. Recuerdo también con mucho agrado a Vicente y a Paco, dos mocetones del aula de educación especial, muy entrañables. Uno, síndrome de Down, simpatiquísimo, y súper-sociable, y el otro, Paco, muy serio pero un buenazo.
Todas aquellas personas, niños y mayores, llenaron de colorido mi vida y mi corazón, y creo que no alcanzo a valorar justamente lo mucho que les debo.
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