LLUVIA DE ROSAS
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Vuestra tristeza se convertirá en gozo. (Jn 20,16) |
Alguien dijo que toda vida humana tiene interés si se sabe contar pero creo que aprovecha más decir que toda vida humana tiene interés si se cuenta con Dios. Y ahí está el porqué de estas memorias.
Soy consciente de que hoy en día lo religioso, lo de re-ligarse con Dios, aunque se plantee jovialmente como en este libro, suena a rancio, a cosa muy manida y pesada. La gente está harta de filosofías y asume como único principio que no hay más leña que la que arde.
Pero aunque nos parezca chocante, la increencia no es propiamente moderna y sin ir más lejos, esto que ocurre ahora ya ocurría en tiempos de Cristo.
Él vino al mundo en medio de la Pax Romana, en Judea, un lugar sometido al poderoso Imperio Romano. César Augusto, con ínfulas de salvador, había propiciado una duradera pacificación en su dilatado dominio[1]. Pero aquella paz, cantada en los himnos, como la que ahora disfrutamos o hemos disfrutado, en las democracias modernas, no llenaba los corazones y muchas veces ni tan siquiera los estómagos, por lo que no era ni la verdadera ni la definitiva.
A aquella paz de feria, pues, vino Jesús con la suya: Nueva, distinta a todo y controvertida por demás. Pero, precisamente por eso, Él la introdujo de modo que fuera creíble y bien recibida. No la impuso sin más, sino que la ofreció dando de comer, curando, abriendo prisiones y restableciendo esperanzas. Y, por último, resucitando de entre los muertos.
Hoy, vuelve a ser necesaria una campaña ‘amable‘ como aquella. Hablar de la existencia de 'la otra vida‘, sin más, no les dice nada a los que están por lazos poderosos atados a ésta. Jesús pasó haciendo el bien, realizando milagros y prodigios y por eso creció tan rápidamente su fama.
Pero a propósito de campañas y enlazando con lo de ‘saber contar’; hay distintas formas de presentar un mensaje y no todas persiguen los mismos fines.
Todos lo sabemos pero, resignados, decimos cansinamente: “es lo que hay”.
Ese cuento sin fin que saben contar tan bien los medios de comunicación es un sucedáneo de dignidad (“la metadiña”) que se toma a diario para ir tirando.
¿Pero por qué es tan difícil que pueda ser atractiva la vida de un semejante normal y corriente?
Tengo la certeza de que eso sucede porque a la mayor parte de las vidas les falta luz. Aunque todos la buscamos, por alguna razón no damos con ella.
La buscamos a menudo en los modelos de la tele y descubrimos que no son veraces. A veces la buscamos en otros modelos que nos llegan por otros caminos, incluso espirituales, pero a laq postre terminan también por defraudarnos. Si encontráramos uno que nos abriera ‘sin trampas‘ su corazón y hallásemos en él verdadera alegría de vivir, estaríamos salvados.
Sí, Dios aportó a mi vida la sal y la luz que la hicieron valiosa y, por qué no, admirable. Y tan solo por creer en Él.
Además, este hallazgo crucial, que es una experiencia común a muchas personas a lo largo de los siglos, le viene mejor a nuestra inteligencia que pensar que la diosa fortuna puede habernos excluido de la posibilidad de ser felices.
A este anuncio se podría replicar: “Sí, pero si hay Dios ¿por qué unos viven en ‘la gloria’ y otros en ‘el infierno’?” Y es una pregunta buena porque nace de esa inquietud innata que nos mueve a buscar respuestas definitivas. Y también es sabia, porque si no somos producto de la casualidad sino de un designio benéfico, es lógico pensar que podamos encontrar las respuestas que buscamos. Así, buscando, fue como me encontré yo con la Verdad y como caí en la cuenta de que no hace falta inventar nada y que todo es cuestión de aprender a vivir cristianamente.
Este libro es la primera parte de mi biografía. No tuve una vida de relumbrón pero precisamente por la presencia de Dios creo que tiene interés lo que cuento y que hubiera sido una pena habérmelo callado. Ya me lo dirán ustedes.
Los hechos que comparto suponen un testimonio de que el encuentro con Dios optimiza tu vida. Su lectura puede ayudar a otras personas y a la sociedad en general a reconocer la senda buena.
Jesús, justo antes de que comenzara su pasión, había entrado en Jerusalén con honores de rey. La gente, apretujada en los caminos, tiraba a su paso los mantos al suelo y lo alfombraban con ramas de olivo y de palmera. Por sus obras buenas había ido ganando prestigio y últimamente su fama se había disparado por el milagro de dar de comer a cinco mil familias con cinco panes y dos peces.
Por eso el pueblo quería sentarlo en el trono; no por ser el Hijo de Dios que traía la paz y el amor al mundo, sino por ser el líder que iba a acabar con la opresión imperialista.
Se comprende así que tres días más tarde, habiendo aclarado Jesús a gritos en las fiestas de Jerusalén cuál era su misión y Quién le había enviado y para qué, los ánimos decayeran y se enseñoreara de aquellas almas inquietas el espíritu de la violencia, el espíritu del odio. Y estremece considerar hasta qué punto.
Justamente por eso algunos creyeron en Él. Y por su fe se organizó ‘la que todos ya sabemos’. La que explica entre otras cosas que yo pueda contar esto y que ustedes puedan estar, más o menos tranquilamente, sentados en sus casas leyéndolo.
Este libro va a comenzar justamente ahí: Donde algunos empiezan a creer en la veracidad del modelo que se les había presentado. Espero que les guste.
«Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar.” Le contestan ellos: “También nosotros vamos contigo.” Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: “Muchachos, ¿no tenéis pescado?” Le contestaron: “No.” Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.” La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: “Es el Señor.” Cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se puso el vestido – pues estaba desnudo – y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos.
Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: “Traed algunos de los peces que acabáis de pescar.” Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: Ciento cincuenta y tres. Y aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: “Venid y comed.” Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.» (Jn 21)
(Rosa 2)
Creo que en el pasaje con el que empiezo este libro, el autor ha tenido que equivocarse al situar esa pesca milagrosa en el Lago de Tiberíades. Estoy de acuerdo en que los peces eran de agua dulce. Pero no en que fueran del Mar de Galilea, no; esa pesca tuvo que ser en España, a orillas del Ebro. Me explico: San Juan dice que la red se llenó con 153 peces grandes y no se rompió; y ahí está la clave para deducir que eso sólo pudo suceder en Aragón. Si el único modo de meter a diez mañicos en un seiscientos, como ‘todo el mundo sabe‘, es diciéndoles que no caben, la única explicación para lo de los 153 peces es que fueran también vecinos de La Pilarica.
Una red con 153 peces es el cuerpo místico de Cristo, que es a un tiempo humano y divino. La Iglesia es una institución que no se agota en lo humano, es de orden sobrenatural. Y la prueba de ello es que no existe otra que haya durado ya más de dos mil años. No se puede pertenecer plenamente a la Iglesia poniendo sólo las facultades naturales. La forma de estar en ella, gozando de todos sus beneficios, es a través de un compromiso personal total: Cada uno de nosotros se compromete con todo su ser a seguir a Jesús. Nuestro primer bautismo ha de renovarse en el día a día para seguir siendo Iglesia. De aquí se desprende que no está en la Iglesia el que no mantiene una relación personal con Jesús; aunque la tenga muy buena con el obispo y discúlpenme el atrevimiento. El fundamento de esta institución es la revelación sobrenatural que en primer lugar le llegó a Pedro directamente del Padre, y que después nos ha venido a todos los demás por la fe en Cristo, su Hijo, nacido según la carne para liberarnos del pecado por su sacrificio eterno. Y creemos en una cruz cuyo mensaje es sufrir por amor para tener vida en nosotros. Es el amor el que nos salva, sin él, de nada sirve el sufrimiento.
A propósito de estas ideas preliminares, conviene decir claramente que en la búsqueda de la excelencia humana, rechazar el sufrimiento a toda costa equivale a negar que el hombre pueda ser feliz aquí en la tierra, que la vida esté bien hecha, en definitiva: Que Dios sea justo.
Y frente a esa tentación, tan frecuente que ya casi nadie la reconoce como tal, es necesario anunciar con la misma claridad el misterio de la cruz, el que San Pío de Pietralcina resumía diciendo que a Jesús nunca se le encuentra sin cruz, pero que tampoco hay cruz donde no esté Jesús. Y decir Jesús es decir felicidad con mayúsculas.
San Juan narra al final de su evangelio tres apariciones del Resucitado que son la guinda para que creamos que Jesús es el Hijo de Dios y para que creyendo tengamos vida en su nombre.
La tercera aparición es la que estamos comentando. Al comenzar su relato, San Juan escribe: “Se manifestó de esta manera”. Si pone tanto énfasis es para que advirtamos la importancia de su mensaje: “Eh, mucha atención: ¡Jesús está vivo!; se nos apareció a nosotros y también se os puede aparecer a vosotros; y para que podáis reconocerle cuando eso suceda, fijaos bien en cómo fue lo nuestro”. Merece la pena por tanto, seguir su consejo y fijarse bien.
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