EL VALOR DEL SACRIFICIO
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Somos eslabones de una cadena que conduce al cielo. |
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A la deriva
Ahora, a la vuelta de los años, sé que todo sucede por alguna razón y para nuestro bien. El sufrimiento, desde luego, no es una jugarreta sin sentido de un ciego destino; y el verlo así nos hace mucho daño.
Era lógico que mi situación de entonces evolucionara, para bien o para mal, y había llegado por fin ese momento. El capítulo siguiente de mi vida abarcaría veinte años y se podría resumir así:
“La Vida me despertó en un hotel de Houston para decirme que mi padre había muerto.
Después de tres semanas visitándolo en la UVI, este desenlace terminó por romper mi frágil equilibrio personal.
Me costó mucho aceptar mi enfermedad y atravesé momentos críticos. A punto de ahogarme, recurrí a mi fe de niño. Destroné a mi “brillante” inteligencia, y la obediencia pasó a ser mi pedagogo: Con apenas la luz de una cerilla, emprendía la marcha por una senda tortuosa...
Devine ‘maestro de escuela de calor’. Obtuso de mente, mi madre anciana tenía que ayudarme a preparar las clases; y el aula era para mí el circo de los leones. Alrededor, lluvia y frío invernal. Solitario al mediodía desgranaba Padrenuestros, y, prodigiosamente, las fieras amansaban…
Veinte años sin poder “soltar las muletas”, trabajando duro intentando amar, me devolvieron la razón.” *[Espina M., El Quid del Éxito, EAE, Berlín 2012]
Efectivamente, en
1989, diez años después de haber perdido una pierna, mi padre necesitó una
nueva operación, más delicada, y le recomendaron irse a Houston. Nos tocó a mi
hermana Covadonga y a mí acompañarle, pero como ella acababa de abrir una
notaría se vino a las dos semanas para atenderla. Seguiría mi padre en la UVI
todavía una semana más, durante la cual continuaría visitándole yo solo dos
veces al día.
El estrés que viví en aquellas circunstancias, sobre todo tras quedarme solo, casi acaba conmigo. Faltó poco. Finalmente acudió mi madre ante las alarmantes noticias que le llegaban del Hospital Metodista, porque yo ya había empezado a rodar por la pendiente del desvarío.
¡Qué mujer tan valiente!; con cerca de setenta años y una vida de lo más sencilla; con el corazón en un puño, dejarlo todo para irse a Houston, a salvar lo que pudiera. Y claro, Dios se lo tuvo en cuenta, aunque el premio habría de costarle todavía bastantes sacrificios más.
A propósito de esto quiero recoger, un poco adaptado, el texto que John Newman dirigió a los universitarios de Dublín al iniciar el curso, acerca de otra madre intrépida. En él expone de manera magistral las razones por las que muchas vidas, como la de San Agustín, o como la mía, pasan, innecesariamente, por penosos lances antes de tomar el rumbo adecuado:
“Hubo una santa que conquistó la corona celestial mediante muchas oraciones y lágrimas, noches blancas, y muchos fatigosos lances. La Iglesia celebra la fiesta de esta santa en recuerdo sólo de su papel de madre, una madre buscando y obteniendo con sus penurias la conversión de su hijo. Pero no fue para un hijo cualquiera que rezó, ni tampoco fue común la súplica con que le ganó. Cuando un santo hombre constató su vehemencia, antes de que resultara exitosa, le dijo: “Vete en paz; que un hijo de tantas oraciones no puede perecer.” La predicción se cumplió con creces; no sólo aquel joven se convirtió de su mala vida, sino que se convirtió en un santo; y no sólo en un santo, sino también en un doctor, “instruyendo a muchos en la justicia”. San Agustín fue el hijo por el que rezó; y si desde entonces ha sido una luminaria para todas las edades de la Iglesia, mucho le debemos a su madre, Santa Mónica, que, habiéndolo concebido en carne, tanto trabajó por su espíritu. (…) Muchas madres, ansiosas por el bienestar corporal de sus hijos, desatienden su alma. No la santa que nos ocupa en el día de hoy; por más que su hijo fuera muy preparado, elocuente, talentoso y distinguido; todo eso la tenía sin cuidado en la medida en que estaba muerto ante la mirada de Dios... Deseaba para él su vida verdadera. Fatigó los cielos con su oración, y se gastó rezando; no se impuso de buenas a primeras. Su hijo dejó la casa arrastrado por cuatro portadores: la ignorancia, el orgullo, el apetito y la ambición; fue trasladado a una tierra extranjera, cruzó del África hasta Italia. Ella lo siguió, siguió al cuerpo, la principal, la única enlutada, la única que hacía duelo por él; lo siguió adonde él fue, de ciudad en ciudad. No le importó nada dejar su querida casa y su patria; no tenía país aquí abajo; su único descanso, su único reposo, su Nunc dimittis, era el nuevo nacimiento de su hijo muerto. De modo que, mientras aún caminaba envuelta en profunda angustia y soledad y silentes rezos, finalmente resultó recompensada por el milagro tan largamente ansiado. La gracia fundió el orgulloso corazón y purificó el corrompido pecho de Agustín, además de restaurar y consolar a su madre. Y así Mónica se convierte en imagen de la Santa Iglesia, que siempre está lamentándose por sus hijos perdidos, y siempre está recuperándolos de la tumba del pecado a fuerza de oraciones oportunas e inoportunas (…).
Esta no es, digo, una historia meramente del pasado, sino de cada edad. (…) Y una y otra vez la Santa Iglesia toma partido por esa madre impotente que reza, y ocupa su lugar con un corazón tan tierno como vigoroso, con un brazo y un ojo y una inteligencia más poderosos que los de ella, con una influencia sobre-humana, con una sagacidad superior a la del mundo, con una religiosidad que puede más que la de aquellos cuya pasión, o ejemplo, o sofismas lo inducen hacia la destrucción (…). [La universidad, en su acepción de “Alma Mater”, es también esa madre que reza para rescatar a sus hijos descarriados, pero en su caso, (como María)] es capaz de refutar y corregir a quienes querrían postular al saber contra sí mismo, que querrían hacer que la verdad contradiga a la verdad y hacernos creer que ser religioso equivale a ser ignorante, y que para ser intelectual es menester ser incrédulo. Seré más claro si vuelvo a la naturaleza y condición de la mente humana. Como saben, mis hermanos, la mente humana puede ser considerada desde dos puntos de vista, intelectual y moralmente. Como intelectual, aprehende la verdad; como moral, aprehende su deber. La perfección del intelecto es llamada habilidad y talento; la perfección de nuestra naturaleza moral es la virtud. Y aquí nuestra gran desgracia y prueba, que tal como están las cosas en el mundo, los dos aspectos se hallan separados y son independientes entre sí: que donde se encuentra potencia del intelecto, no hace falta que haya virtud; y que allí donde uno encuentra justicia y bien y grandeza moral, no hace falta que haya talento. No fue así al principio; (…) y hace tanto tiempo que estas diferentes facultades y potestades de la mente humana se encuentran separadas entre sí, hace tanto que se han cultivado y desarrollado independientemente, que resulta que damos por sentado que no pueden armonizarse. Y resulta común creer que porque algunos siguen su deber, otros persiguen el placer, otros buscan su gloria y los de más allá el conocimiento, que, en consecuencia, cada uno de estos fines excluye al otro: que el deber no puede ser placentero, que la virtud no puede ser inteligente, que el bien no puede ser grandioso, que actuar a conciencia no puede resultar heroico. Pero no puedo menos que conceder que, de hecho, existe una separación, por mucho que niegue su necesidad. (…) a veces uno se topa con tipos correctos y virtuosos que a la vez son pesados, estrechos de mira y faltos de inteligencia, mientras que también se encuentra con gente brillante y divertida, pero sin principios. Y así ven como aparece, mis hermanos, esta particular tentación de la que hablo cuando comienza la juventud (…) el alma se encuentra expuesta a los sofismas del Malo que nos susurra que el deber y la religión están muy bien… para mujeres y niños que viven en su casa, y no tanto para hombres hechos y derechos.
Hermanos míos, ¿acaso no es cierto que ni bien empezó a despertar vuestra inteligencia, en el mismo momento y merced a ese despertar, comenzasteis a concebir una rebelión contra lo que sabíais era vuestro deber? Luego, las malas compañías te crean un disgusto por lo que es bueno y tu casa comienza a perder el encanto que antes tenía para ti y demoras tu regreso. El joven, bajo esa influencia, da por hecho que algunas de sus aspiraciones y ambiciones no se pueden satisfacer permaneciendo en su hogar. Quiere más de lo que los suyos le pueden dar. Su curiosidad entonces toma un nuevo rumbo [Y, después de un tiempo…] ya no puede ocultar que ya no cree, y eso le produce una aguda angustia, y durante un tiempo se siente miserable; pero luego, verdaderamente lamenta haber perdido aquella fe cierta de otrora, que ahora le parece como un agradable ensueño, un sueño, que, por mucho que fuera agradable, no deja de ser eso, y del cual ha despertado... Y en la siguiente etapa comienza a experimentar una gran expansión y elevación de la mente; pues ocurre que las perspectivas que tiene ante la vista están ahora limpias de todo aquello que llenaba su infancia y ahora puede edificar en su lugar lo que le venga en gana. De modo que comienza a formar sus propias ideas acerca de las cosas, y por un tiempo estas nociones le agradan y satisfacen; luego se acostumbra a ellas, y lo cansan, y adopta nuevas ideas: entonces es cuando comienza la interminable ronda de buscar y nunca encontrar… y a la larga, después de varias pruebas, abandona completamente la búsqueda y decide que no se puede saber nada, que no hay tal cosa como la verdad, y que si alguna cosa hay que profesar es que una idea es tan buena como otra, que el credo que profesó al principio vale tanto como cualquier otro y que conlleva más exigencias… pero que, al fin, en realidad no hay nada verdadero, nada es indiscutiblemente cierto. O, si está dotado de un temperamento más ardiente, o si, como Agustín, resulta objeto de una especial merced de Dios, entonces no puede abandonar la búsqueda, por mucho que no cuenta con la menor posibilidad de resolverlo, y entonces anda vagabundeando por aquí y por allí, “caminando por sendas resecas, a la búsqueda de descanso y sin hallar ninguno”.
Mientras tanto, la pobre Mónica advierte estos cambios por sus efectos, aunque no sabe calibrarlos en sí mismos, y aunque no sabe exactamente de qué se tratan ni cómo vinieron a ocurrir y ni siquiera los puede comprender por mucho que se le explique, ni tampoco puede entender cómo alguien al que quiere tanto podría haber caído en semejantes enredos. Pero no hay duda de que se ha producido una horrible metamorfosis para él y para ella, se ha erigido un muro entre ellos que los separa: no puede saltarlo; pero puede volverse a su Dios, y llorar y rezar.
Ahora bien, mis hermanos, observad la fuerza de este espejismo, que no carece de una especie de verdad. Los jóvenes adquieren conciencia de ciertas facultades que piden ejercicio, aspiraciones e inquietudes a las que deben hallar respuesta y que por lo general no encuentran en los círculos religiosos. Esta carencia no constituye ninguna excusa para ellos si piensan, dicen o hacen alguna cosa contra la fe y la moral: pero en cualquier caso, es cierto que constituye una ocasión para pecar. Pues es un hecho indiscutible que no son sólo seres morales, sino también inteligentes, sólo que, desde la caída del hombre, la religión está aquí y la filosofía allá; cada cual cuenta con sus propios centros de influencia, separados el uno del otro; los de temperamento intelectual echan de menos ciertas cosas que no encuentran en los dominios de la religión y los de temperamento religioso añoran cosas que se encuentran en las escuelas de la ciencia. Aquí pues, según entiendo, está el objeto de la Santa Sede y de la Iglesia Católica al fundar las universidades: se trata de reunir cosas que al principio se hallaban unidas por Dios, y que el hombre ha separado. Algunos dirán que tengo la intención de estrechar, distorsionar e impedir la maduración del intelecto a fuerza de supervisión eclesiástica. No es así, en absoluto. Ni tampoco tengo para mí que habría que llegar a una suerte de compromiso, como si la religión tuviese que ceder alguna cosa y la ciencia otro tanto. No; deseo que el intelecto se mueva con la máxima libertad y que la religión disponga de otro tanto: pero lo que sí postulo es que se puedan hallar en un mismo lugar y ejemplificado por las mismas personas. Querría destruir aquella diversidad de centros de enseñanza que crea tanta confusión a fuerza de influencias contrarias. Deseo que los mismos lugares y los mismos individuos sean a la vez oráculos de filosofía y santuarios de devoción. Jamás me veré satisfecho, como advierto que satisface a tantos, con que existan dos sistemas independientes, uno intelectual y el otro religioso, conviviendo simultáneamente, pero separados por una suerte de división del trabajo y sólo accidentalmente juntos. No me veré satisfecho mientras la religión se encuentra aquí y la ciencia allá, que los jóvenes hablen de ciencia durante el día y se alojen en casas religiosas durante la noche. ¿Acaso no constituye una iniquidad que denuncio con estas palabras, el que los jóvenes coman, y beban y duerman en un lugar, mientras piensan en otro? Por mi parte, quiero que el mismo techo albergue tanto la disciplina intelectual cuanto la moral. La devoción no es una especie de terminación dada a las ciencias; ni tampoco la ciencia una especie de condecoración, si se me permite decirlo así, como si fuese un ornamento y decoración de la devoción. Quiero que el laico intelectual sea religioso y que el eclesiástico devoto trabaje con su intelecto. Aquí no se trata de juegos de palabra o de distinciones sutiles. La santidad dispone de una influencia; el intelecto tiene la suya; a la larga, la influencia de la santidad es mayor, a la corta, la influencia intelectual se hace sentir más. Por tanto, en el caso de los jóvenes cuya educación perdura durante algunos años en un ámbito intelectual, están bajo una influencia. En verdad, sus maestros literarios y científicos, realmente tienen mano en su formación. Si dejamos que ambas influencias actúen libremente, quédense tranquilos que ningún sistema de conservación de la religión en detrimento de la razón podrá tener éxito contra las escuelas. Los jóvenes requieren de una religión viril, si esta ha de cautivar sus inquietas imaginaciones y sus locos intelectos, además de tocar sus susceptibles corazones.
Míranos, pues, desde el cielo, oh bendita Mónica, pues estamos comprometidos en la tarea de cubrir precisamente esa necesidad que tanto pedías en tus oraciones y que te ganaron tu corona. Tú que obtuviste la conversión de tu hijo por los méritos de tu intercesión, continúa intercediendo por nosotros para que seamos bendecidos, como instrumentos humanos, al recurrir a los medios con los que ordinariamente la Santa Cruz resulta erigida en lo alto, y la religión manda en el mundo. Y en primer lugar, gana para nosotros el intenso sentimiento de que la gracia de Dios es todo en todo, y que nosotros no somos nada; luego, que, para su mayor gloria, y para la honra de su Santa Iglesia, y por el bien de los hombres, seamos celosos, “procurando todos los dones mejores” (1Cor 14, 12) y que podamos destacarnos tanto en la tarea intelectual cuanto en la virtud.”
Qué claramente
expone Newman el origen de tantas desgracias personales y el lamentable estado
en que se encuentra nuestra sociedad, dividida y enferma en sus raíces.
Asimismo, consuela ver en sus palabras que no es un mal desconocido el que nos
ocasiona tanto sufrimiento, y que existe un camino claro y seguro para
transitar por esta vida.
También es oportuno decir ahora que desde que he constatado el poder de la oración, estoy absolutamente convencido de que en mi curación fueron decisivos los sacrificios y las oraciones de mi madre.
Al comenzar aquel verano las clases en Omskirk nos hicieron una foto a cada uno. En la delgadez de mi rostro se reflejan las huellas de mi lucha interior. Al ver esa foto tengo que admitir que había llegado a un punto crítico.
Dice el refrán que “A perro flaco todo son pulgas” y otro dice que “Los males nunca vienen solos”, o que “Del arbolito caído todo el mundo corta leña”; versiones todas de lo mismo; versiones de que cuando uno está mal acude rápido el enemigo del alma a ver si obtiene algún provecho. Con todo, siendo ése también mi caso, no bastaría un simple golpe de viento para derribarme. Al contrario, lo de Houston iba a ser una gran batalla. La formación correosa de mi mente y mi espíritu combativo se iban a aliar para defenderse de los feroces ataques de aquel “poderoso enemigo”.
Efectivamente, la refriega resultó brutal, hasta el punto de que, en un determinado momento, solo un supremo, un titánico esfuerzo sostenido por no dejar de respirar, me salvó de caer en el colapso, o en un síncope, en la soledad de mi cuarto. Eso fue justo unas horas antes de que sonara el teléfono para darme la noticia de que mi padre había muerto. Y curiosamente, ese mismo día, estaba sobrevolando mi madre el charco para venir en mi ayuda.
Al recordar todo aquello, ahora que mi vida está tan firmemente asentada, y más aún si considero el ejemplo de Santa Mónica, caigo en la cuenta de que el sacrificio de mi madre por mí también estaba llamado a dar mucho fruto. No sólo mi vida ha dado ya un cambio asombroso, sino que está en plena fecundidad. Y con esta reflexión y porque aún me pregunto por el significado real, trascendente, de lo que ocurrió en Houston, me ha venido a la mente la historia de Abraham.
Fiado en Dios, en el momento culminante de su vida emprendió un viaje penosísimo acompañado de su hijo: El Señor se lo había pedido en sacrificio y madrugó para ponerse en camino. En lo alto del monte adonde llegaron nacimos todos, los hijos de la promesa.
Sé que mi padre murió privado de la compañía de los suyos en una nación extranjera, rodeado de extraños que no hablaban su lengua; y sé que era el día en que la Iglesia celebraba las Témporas de Acción de Gracias y la memoria de Santa Faustina Kowalska, a quien Jesús reveló su Divina Misericordia. De las circunstancias exactas de sus últimos momentos de vida no sé nada, y tampoco mi familia lo sabe.
La última vez que lo visité en la UVI, estando mi alma en delirio, vi sus ojos inquietos, pero más esclarecidos que nunca, como los del que sólo vive ya esperando el juicio.
Poco antes de emprender su último viaje, había acudido mi padre, después de haber pasado muchísimos años prescindiendo de esta ayuda, al sacramento de la confesión. Por ese acto de reconciliación, el párroco consolaría después a mi madre elogiando la finura interior de su marido.
En nuestro último encuentro, al despedirme con un beso, salió de mis labios un sentido y profético “Adiós, papá”; él se quedó mirándome, mientras yo me alejaba con aire marcial: el paso recio y firme el ademán… tan mal me encontraba. (Todavía hoy, cuando alguien me pregunta si hice la mili, le contesto, medio en serio medio en broma, que la hice en Houston.)
¿Podría haber querido Dios probar la fidelidad de mi padre antes de llevárselo consigo? ¿Lo condujo a la “tierra de las oportunidades” para darle la verdadera libertad? Tal vez tenía que llenar sus arcas antes de emprender su viaje definitivo; tal vez, viéndome tan desmejorado al lado de su cama, ofreció su vida al Señor para ayudarme; y tal vez ahora esté ya gozando para siempre de sus ganancias.
Si este fuera el caso, aunque de Houston partí maltrecho para una larga campaña, los sacrificios de mis padres, como los de Abraham y Santa Mónica, habrían servido para mi curación y para traer un caudal de bendición al mundo.
Ahora, a la vuelta de los años, sé que todo sucede por alguna razón y para nuestro bien. El sufrimiento, desde luego, no es una jugarreta sin sentido de un ciego destino; y el verlo así nos hace mucho daño.
Era lógico que mi situación de entonces evolucionara, para bien o para mal, y había llegado por fin ese momento. El capítulo siguiente de mi vida abarcaría veinte años y se podría resumir así:
“La Vida me despertó en un hotel de Houston para decirme que mi padre había muerto.
Después de tres semanas visitándolo en la UVI, este desenlace terminó por romper mi frágil equilibrio personal.
Me costó mucho aceptar mi enfermedad y atravesé momentos críticos. A punto de ahogarme, recurrí a mi fe de niño. Destroné a mi “brillante” inteligencia, y la obediencia pasó a ser mi pedagogo: Con apenas la luz de una cerilla, emprendía la marcha por una senda tortuosa...
Devine ‘maestro de escuela de calor’. Obtuso de mente, mi madre anciana tenía que ayudarme a preparar las clases; y el aula era para mí el circo de los leones. Alrededor, lluvia y frío invernal. Solitario al mediodía desgranaba Padrenuestros, y, prodigiosamente, las fieras amansaban…
Veinte años sin poder “soltar las muletas”, trabajando duro intentando amar, me devolvieron la razón.” *[Espina M., El Quid del Éxito, EAE, Berlín 2012]
El estrés que viví en aquellas circunstancias, sobre todo tras quedarme solo, casi acaba conmigo. Faltó poco. Finalmente acudió mi madre ante las alarmantes noticias que le llegaban del Hospital Metodista, porque yo ya había empezado a rodar por la pendiente del desvarío.
¡Qué mujer tan valiente!; con cerca de setenta años y una vida de lo más sencilla; con el corazón en un puño, dejarlo todo para irse a Houston, a salvar lo que pudiera. Y claro, Dios se lo tuvo en cuenta, aunque el premio habría de costarle todavía bastantes sacrificios más.
A propósito de esto quiero recoger, un poco adaptado, el texto que John Newman dirigió a los universitarios de Dublín al iniciar el curso, acerca de otra madre intrépida. En él expone de manera magistral las razones por las que muchas vidas, como la de San Agustín, o como la mía, pasan, innecesariamente, por penosos lances antes de tomar el rumbo adecuado:
“Hubo una santa que conquistó la corona celestial mediante muchas oraciones y lágrimas, noches blancas, y muchos fatigosos lances. La Iglesia celebra la fiesta de esta santa en recuerdo sólo de su papel de madre, una madre buscando y obteniendo con sus penurias la conversión de su hijo. Pero no fue para un hijo cualquiera que rezó, ni tampoco fue común la súplica con que le ganó. Cuando un santo hombre constató su vehemencia, antes de que resultara exitosa, le dijo: “Vete en paz; que un hijo de tantas oraciones no puede perecer.” La predicción se cumplió con creces; no sólo aquel joven se convirtió de su mala vida, sino que se convirtió en un santo; y no sólo en un santo, sino también en un doctor, “instruyendo a muchos en la justicia”. San Agustín fue el hijo por el que rezó; y si desde entonces ha sido una luminaria para todas las edades de la Iglesia, mucho le debemos a su madre, Santa Mónica, que, habiéndolo concebido en carne, tanto trabajó por su espíritu. (…) Muchas madres, ansiosas por el bienestar corporal de sus hijos, desatienden su alma. No la santa que nos ocupa en el día de hoy; por más que su hijo fuera muy preparado, elocuente, talentoso y distinguido; todo eso la tenía sin cuidado en la medida en que estaba muerto ante la mirada de Dios... Deseaba para él su vida verdadera. Fatigó los cielos con su oración, y se gastó rezando; no se impuso de buenas a primeras. Su hijo dejó la casa arrastrado por cuatro portadores: la ignorancia, el orgullo, el apetito y la ambición; fue trasladado a una tierra extranjera, cruzó del África hasta Italia. Ella lo siguió, siguió al cuerpo, la principal, la única enlutada, la única que hacía duelo por él; lo siguió adonde él fue, de ciudad en ciudad. No le importó nada dejar su querida casa y su patria; no tenía país aquí abajo; su único descanso, su único reposo, su Nunc dimittis, era el nuevo nacimiento de su hijo muerto. De modo que, mientras aún caminaba envuelta en profunda angustia y soledad y silentes rezos, finalmente resultó recompensada por el milagro tan largamente ansiado. La gracia fundió el orgulloso corazón y purificó el corrompido pecho de Agustín, además de restaurar y consolar a su madre. Y así Mónica se convierte en imagen de la Santa Iglesia, que siempre está lamentándose por sus hijos perdidos, y siempre está recuperándolos de la tumba del pecado a fuerza de oraciones oportunas e inoportunas (…).
Esta no es, digo, una historia meramente del pasado, sino de cada edad. (…) Y una y otra vez la Santa Iglesia toma partido por esa madre impotente que reza, y ocupa su lugar con un corazón tan tierno como vigoroso, con un brazo y un ojo y una inteligencia más poderosos que los de ella, con una influencia sobre-humana, con una sagacidad superior a la del mundo, con una religiosidad que puede más que la de aquellos cuya pasión, o ejemplo, o sofismas lo inducen hacia la destrucción (…). [La universidad, en su acepción de “Alma Mater”, es también esa madre que reza para rescatar a sus hijos descarriados, pero en su caso, (como María)] es capaz de refutar y corregir a quienes querrían postular al saber contra sí mismo, que querrían hacer que la verdad contradiga a la verdad y hacernos creer que ser religioso equivale a ser ignorante, y que para ser intelectual es menester ser incrédulo. Seré más claro si vuelvo a la naturaleza y condición de la mente humana. Como saben, mis hermanos, la mente humana puede ser considerada desde dos puntos de vista, intelectual y moralmente. Como intelectual, aprehende la verdad; como moral, aprehende su deber. La perfección del intelecto es llamada habilidad y talento; la perfección de nuestra naturaleza moral es la virtud. Y aquí nuestra gran desgracia y prueba, que tal como están las cosas en el mundo, los dos aspectos se hallan separados y son independientes entre sí: que donde se encuentra potencia del intelecto, no hace falta que haya virtud; y que allí donde uno encuentra justicia y bien y grandeza moral, no hace falta que haya talento. No fue así al principio; (…) y hace tanto tiempo que estas diferentes facultades y potestades de la mente humana se encuentran separadas entre sí, hace tanto que se han cultivado y desarrollado independientemente, que resulta que damos por sentado que no pueden armonizarse. Y resulta común creer que porque algunos siguen su deber, otros persiguen el placer, otros buscan su gloria y los de más allá el conocimiento, que, en consecuencia, cada uno de estos fines excluye al otro: que el deber no puede ser placentero, que la virtud no puede ser inteligente, que el bien no puede ser grandioso, que actuar a conciencia no puede resultar heroico. Pero no puedo menos que conceder que, de hecho, existe una separación, por mucho que niegue su necesidad. (…) a veces uno se topa con tipos correctos y virtuosos que a la vez son pesados, estrechos de mira y faltos de inteligencia, mientras que también se encuentra con gente brillante y divertida, pero sin principios. Y así ven como aparece, mis hermanos, esta particular tentación de la que hablo cuando comienza la juventud (…) el alma se encuentra expuesta a los sofismas del Malo que nos susurra que el deber y la religión están muy bien… para mujeres y niños que viven en su casa, y no tanto para hombres hechos y derechos.
Hermanos míos, ¿acaso no es cierto que ni bien empezó a despertar vuestra inteligencia, en el mismo momento y merced a ese despertar, comenzasteis a concebir una rebelión contra lo que sabíais era vuestro deber? Luego, las malas compañías te crean un disgusto por lo que es bueno y tu casa comienza a perder el encanto que antes tenía para ti y demoras tu regreso. El joven, bajo esa influencia, da por hecho que algunas de sus aspiraciones y ambiciones no se pueden satisfacer permaneciendo en su hogar. Quiere más de lo que los suyos le pueden dar. Su curiosidad entonces toma un nuevo rumbo [Y, después de un tiempo…] ya no puede ocultar que ya no cree, y eso le produce una aguda angustia, y durante un tiempo se siente miserable; pero luego, verdaderamente lamenta haber perdido aquella fe cierta de otrora, que ahora le parece como un agradable ensueño, un sueño, que, por mucho que fuera agradable, no deja de ser eso, y del cual ha despertado... Y en la siguiente etapa comienza a experimentar una gran expansión y elevación de la mente; pues ocurre que las perspectivas que tiene ante la vista están ahora limpias de todo aquello que llenaba su infancia y ahora puede edificar en su lugar lo que le venga en gana. De modo que comienza a formar sus propias ideas acerca de las cosas, y por un tiempo estas nociones le agradan y satisfacen; luego se acostumbra a ellas, y lo cansan, y adopta nuevas ideas: entonces es cuando comienza la interminable ronda de buscar y nunca encontrar… y a la larga, después de varias pruebas, abandona completamente la búsqueda y decide que no se puede saber nada, que no hay tal cosa como la verdad, y que si alguna cosa hay que profesar es que una idea es tan buena como otra, que el credo que profesó al principio vale tanto como cualquier otro y que conlleva más exigencias… pero que, al fin, en realidad no hay nada verdadero, nada es indiscutiblemente cierto. O, si está dotado de un temperamento más ardiente, o si, como Agustín, resulta objeto de una especial merced de Dios, entonces no puede abandonar la búsqueda, por mucho que no cuenta con la menor posibilidad de resolverlo, y entonces anda vagabundeando por aquí y por allí, “caminando por sendas resecas, a la búsqueda de descanso y sin hallar ninguno”.
Mientras tanto, la pobre Mónica advierte estos cambios por sus efectos, aunque no sabe calibrarlos en sí mismos, y aunque no sabe exactamente de qué se tratan ni cómo vinieron a ocurrir y ni siquiera los puede comprender por mucho que se le explique, ni tampoco puede entender cómo alguien al que quiere tanto podría haber caído en semejantes enredos. Pero no hay duda de que se ha producido una horrible metamorfosis para él y para ella, se ha erigido un muro entre ellos que los separa: no puede saltarlo; pero puede volverse a su Dios, y llorar y rezar.
Ahora bien, mis hermanos, observad la fuerza de este espejismo, que no carece de una especie de verdad. Los jóvenes adquieren conciencia de ciertas facultades que piden ejercicio, aspiraciones e inquietudes a las que deben hallar respuesta y que por lo general no encuentran en los círculos religiosos. Esta carencia no constituye ninguna excusa para ellos si piensan, dicen o hacen alguna cosa contra la fe y la moral: pero en cualquier caso, es cierto que constituye una ocasión para pecar. Pues es un hecho indiscutible que no son sólo seres morales, sino también inteligentes, sólo que, desde la caída del hombre, la religión está aquí y la filosofía allá; cada cual cuenta con sus propios centros de influencia, separados el uno del otro; los de temperamento intelectual echan de menos ciertas cosas que no encuentran en los dominios de la religión y los de temperamento religioso añoran cosas que se encuentran en las escuelas de la ciencia. Aquí pues, según entiendo, está el objeto de la Santa Sede y de la Iglesia Católica al fundar las universidades: se trata de reunir cosas que al principio se hallaban unidas por Dios, y que el hombre ha separado. Algunos dirán que tengo la intención de estrechar, distorsionar e impedir la maduración del intelecto a fuerza de supervisión eclesiástica. No es así, en absoluto. Ni tampoco tengo para mí que habría que llegar a una suerte de compromiso, como si la religión tuviese que ceder alguna cosa y la ciencia otro tanto. No; deseo que el intelecto se mueva con la máxima libertad y que la religión disponga de otro tanto: pero lo que sí postulo es que se puedan hallar en un mismo lugar y ejemplificado por las mismas personas. Querría destruir aquella diversidad de centros de enseñanza que crea tanta confusión a fuerza de influencias contrarias. Deseo que los mismos lugares y los mismos individuos sean a la vez oráculos de filosofía y santuarios de devoción. Jamás me veré satisfecho, como advierto que satisface a tantos, con que existan dos sistemas independientes, uno intelectual y el otro religioso, conviviendo simultáneamente, pero separados por una suerte de división del trabajo y sólo accidentalmente juntos. No me veré satisfecho mientras la religión se encuentra aquí y la ciencia allá, que los jóvenes hablen de ciencia durante el día y se alojen en casas religiosas durante la noche. ¿Acaso no constituye una iniquidad que denuncio con estas palabras, el que los jóvenes coman, y beban y duerman en un lugar, mientras piensan en otro? Por mi parte, quiero que el mismo techo albergue tanto la disciplina intelectual cuanto la moral. La devoción no es una especie de terminación dada a las ciencias; ni tampoco la ciencia una especie de condecoración, si se me permite decirlo así, como si fuese un ornamento y decoración de la devoción. Quiero que el laico intelectual sea religioso y que el eclesiástico devoto trabaje con su intelecto. Aquí no se trata de juegos de palabra o de distinciones sutiles. La santidad dispone de una influencia; el intelecto tiene la suya; a la larga, la influencia de la santidad es mayor, a la corta, la influencia intelectual se hace sentir más. Por tanto, en el caso de los jóvenes cuya educación perdura durante algunos años en un ámbito intelectual, están bajo una influencia. En verdad, sus maestros literarios y científicos, realmente tienen mano en su formación. Si dejamos que ambas influencias actúen libremente, quédense tranquilos que ningún sistema de conservación de la religión en detrimento de la razón podrá tener éxito contra las escuelas. Los jóvenes requieren de una religión viril, si esta ha de cautivar sus inquietas imaginaciones y sus locos intelectos, además de tocar sus susceptibles corazones.
Míranos, pues, desde el cielo, oh bendita Mónica, pues estamos comprometidos en la tarea de cubrir precisamente esa necesidad que tanto pedías en tus oraciones y que te ganaron tu corona. Tú que obtuviste la conversión de tu hijo por los méritos de tu intercesión, continúa intercediendo por nosotros para que seamos bendecidos, como instrumentos humanos, al recurrir a los medios con los que ordinariamente la Santa Cruz resulta erigida en lo alto, y la religión manda en el mundo. Y en primer lugar, gana para nosotros el intenso sentimiento de que la gracia de Dios es todo en todo, y que nosotros no somos nada; luego, que, para su mayor gloria, y para la honra de su Santa Iglesia, y por el bien de los hombres, seamos celosos, “procurando todos los dones mejores” (1Cor 14, 12) y que podamos destacarnos tanto en la tarea intelectual cuanto en la virtud.”
También es oportuno decir ahora que desde que he constatado el poder de la oración, estoy absolutamente convencido de que en mi curación fueron decisivos los sacrificios y las oraciones de mi madre.
35
El verano que
precedió a la muerte de mi padre pasé tres semanas estudiando inglés en un College cerca de Manchester. Allí recibí
la noticia de aquel inquietante diagnóstico: ‘Aneurisma en la aorta’, y aquel
consejo de una operación allende los mares. Todo fue muy rápido. Al poco de
regresar a España volví a embarcarme para ir a EEUU. El enredo interior que yo
tenía era tal que no podía imaginarme ni de lejos lo que me esperaba. El conflicto
sin resolver de mi personalidad había ido dejando muchos cabos sueltos, liados
unos con otros a más no poder; y es comprensible que aquella maraña privase a
mi entendimiento de luz y a mi espíritu de paz.Al comenzar aquel verano las clases en Omskirk nos hicieron una foto a cada uno. En la delgadez de mi rostro se reflejan las huellas de mi lucha interior. Al ver esa foto tengo que admitir que había llegado a un punto crítico.
Dice el refrán que “A perro flaco todo son pulgas” y otro dice que “Los males nunca vienen solos”, o que “Del arbolito caído todo el mundo corta leña”; versiones todas de lo mismo; versiones de que cuando uno está mal acude rápido el enemigo del alma a ver si obtiene algún provecho. Con todo, siendo ése también mi caso, no bastaría un simple golpe de viento para derribarme. Al contrario, lo de Houston iba a ser una gran batalla. La formación correosa de mi mente y mi espíritu combativo se iban a aliar para defenderse de los feroces ataques de aquel “poderoso enemigo”.
Efectivamente, la refriega resultó brutal, hasta el punto de que, en un determinado momento, solo un supremo, un titánico esfuerzo sostenido por no dejar de respirar, me salvó de caer en el colapso, o en un síncope, en la soledad de mi cuarto. Eso fue justo unas horas antes de que sonara el teléfono para darme la noticia de que mi padre había muerto. Y curiosamente, ese mismo día, estaba sobrevolando mi madre el charco para venir en mi ayuda.
Al recordar todo aquello, ahora que mi vida está tan firmemente asentada, y más aún si considero el ejemplo de Santa Mónica, caigo en la cuenta de que el sacrificio de mi madre por mí también estaba llamado a dar mucho fruto. No sólo mi vida ha dado ya un cambio asombroso, sino que está en plena fecundidad. Y con esta reflexión y porque aún me pregunto por el significado real, trascendente, de lo que ocurrió en Houston, me ha venido a la mente la historia de Abraham.
Fiado en Dios, en el momento culminante de su vida emprendió un viaje penosísimo acompañado de su hijo: El Señor se lo había pedido en sacrificio y madrugó para ponerse en camino. En lo alto del monte adonde llegaron nacimos todos, los hijos de la promesa.
Sé que mi padre murió privado de la compañía de los suyos en una nación extranjera, rodeado de extraños que no hablaban su lengua; y sé que era el día en que la Iglesia celebraba las Témporas de Acción de Gracias y la memoria de Santa Faustina Kowalska, a quien Jesús reveló su Divina Misericordia. De las circunstancias exactas de sus últimos momentos de vida no sé nada, y tampoco mi familia lo sabe.
La última vez que lo visité en la UVI, estando mi alma en delirio, vi sus ojos inquietos, pero más esclarecidos que nunca, como los del que sólo vive ya esperando el juicio.
Poco antes de emprender su último viaje, había acudido mi padre, después de haber pasado muchísimos años prescindiendo de esta ayuda, al sacramento de la confesión. Por ese acto de reconciliación, el párroco consolaría después a mi madre elogiando la finura interior de su marido.
En nuestro último encuentro, al despedirme con un beso, salió de mis labios un sentido y profético “Adiós, papá”; él se quedó mirándome, mientras yo me alejaba con aire marcial: el paso recio y firme el ademán… tan mal me encontraba. (Todavía hoy, cuando alguien me pregunta si hice la mili, le contesto, medio en serio medio en broma, que la hice en Houston.)
¿Podría haber querido Dios probar la fidelidad de mi padre antes de llevárselo consigo? ¿Lo condujo a la “tierra de las oportunidades” para darle la verdadera libertad? Tal vez tenía que llenar sus arcas antes de emprender su viaje definitivo; tal vez, viéndome tan desmejorado al lado de su cama, ofreció su vida al Señor para ayudarme; y tal vez ahora esté ya gozando para siempre de sus ganancias.
Si este fuera el caso, aunque de Houston partí maltrecho para una larga campaña, los sacrificios de mis padres, como los de Abraham y Santa Mónica, habrían servido para mi curación y para traer un caudal de bendición al mundo.
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