EL PEZ, EL VINO, Y LAS ROSAS

¡Algo increíble se ha realizado! Y al que lo crea se le darán poderes.


 3 (tercera rosa)

El pez, el vino y las rosas

Recordemos que los apóstoles estaban decepcionados y muy asus-tados tras la muerte de Jesús. Y estando así, Pedro toma la iniciativa de volver a la vida de antes, a su antiguo oficio de pescador que creían ya olvidado.
Jesús había muerto y por más que fuera un desenlace terrible, como para hundir a cualquiera, el temperamento de Pedro no era dado a la melancolía y enseguida se puso en marcha.
Los que estaban con él se apuntaron enseguida. San Juan da los nombres de cuatro de ellos. Y dice que se embarcaron también otros dos discípulos. Aquella barca, con siete a bordo y Pedro de capitán, bien podría simbolizar la Iglesia a punto de nacer.
Después de las dos ocasiones en que se apareció Jesús a la asam-blea de los apóstoles, pilares de la Iglesia, esta va a ser la primera vez que se aparezca a un grupo reducido de ellos.
¿Quiénes son, pues, estos elegidos para ser los primeros testigos de la Resurrección?
Son nada menos que los mañicos del grupo, los duros. Veamos: Está claro que Pedro es duro como una piedra. El segundo es el famoso Tomás, el de “Tomaseo, tomaseo, si no lo veo no lo creo”, con el dedo listo para hurgar en la herida. Después tenemos a Natanael, o Bartolo-mé, el que dijo eso de: “Pero de Nazaret ¿puede salir algo bueno?”; el mismo que al decir Jesús “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”, respondió: “¿De qué me conoces?”. 
Y nos quedan luego dos joyitas, los apodados ‘hijos del trueno’, cuya madre se atrevió a pedirle al ‘Jefe’ que los sentara uno a cada lado de su trono. Estos dos, Santiago y Juan, al pasar por Samaria, le propusieron al Maestro que mandara fuego desde el cielo para acabar con los de un pueblecito que no quiso recibirles.
Este era, pues, el selecto grupo elegido y, lógicamente, a todos les pareció bien la propuesta de Pedro de ‘dejarse de historias’ y volver a la faena.
Sí, es cierto que se habían alegrado de ver a Jesús en el cenáculo, pero claro, eso no era lo mismo que cuando hacían vida en común con Él y entraban y salían. Y ya de nada valía lamentarse. 
Por lo que se ve, el chaparrón de  los últimos  días había sido tan fuerte que les pesaba mucho más en la conciencia que esas fugaces apariciones ‘eclesiales’. (Algo similar  a  cuando  hacemos  ejercicios  espirituales  y  el ‘fervorín’ que nos entra desaparece en cuanto sali-mos del convento.)
Se embarcaron esos siete y estuvieron bregando toda la noche; pero más con su desánimo que con las artes de pesca. La imagen del deplo-rable estado interior en que se encontraban la vemos representada en la desnudez de Pedro.
Dice San Juan: “Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla. Pe-ro los discípulos no sabían que era Jesús.”
¡Con las redes vacías y sin poder con su alma, cómo estarían al irse acercando a tierra! ¡Y qué lejos estaban de imaginar que al otro lado del túnel -aquella densa noche de la tristeza que atravesaban- estaba Jesús haciendo amanecer para ellos!
No sabían que ahora le pertenecían a Él, que los había comprado al precio de su sangre y que era el dueño de la vida y de la muerte.
Iban ensimismados cuando una voz, como un dardo en el corazón, los enfrentó a sus temores: “Muchachos ¿no tenéis pescado?
¿Qué tendría aquella voz que a pesar de hacerles reconocer su im-potencia, no les molestó en absoluto? La respuesta entra dentro del misterio de la relación del hombre con Dios. Pero con toda seguridad les habría hecho sentir que los comprendía, que sabía cómo se sentían, que estaba con ellos y que nunca les iba a faltar de nada. 
Algo parecido a lo que sentirían los dos de Emaús cuando, hechos polvo como estaban, ‘un extranjero’ –“el único en Jerusalén que no se había enterado de lo que había pasado aquella Pascua”– se atrevió a decirles: “Pero que necios y torpes sois…” y a pesar del mal trago de aquel ‘piropo’ le escucharon con atención y se les abrieron los ojos.
Sin duda, en aquella voz, unos y otros habrían percibido, clara y distintamente, el tono amable y familiar del Corazón de Cristo.
Sólo así  se explica que  los  de la barca  pudieran responder a aque-lla dolorosa pregunta  de  un  modo  tan manso: No, no tenemos pes-cado”. Y que respondiendo así estuvieran  actuando  su  propia  salva-ción:
“Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”.
¡Y vaya si encontraron!
Pero si el prodigio – la demostración del poder de Jesús – es, una vez más, espectacular, no es sin embargo el tema principal del texto.
Porque igual o más impresionante es que unos tipos rudos como aquellos respondieran con tanta mansedumbre y docilidad a la pere-grina ocurrencia de un “desconocido”.
Y es más admirable aún que bastara aquella humildad suya para conmover el corazón del Señor y hacerle derramar sobre ellos una in-finidad de bienes como prenda de su amor.
De modo que aparte del poder de crear de la nada que siempre nos sorprende en los milagros de Jesús, conviene que nos fijemos también en que aquellos hombres, a cambio de seguir a Jesús hasta el final, de no negarle, habían recibido un nuevo ser capaz de perfección, marca-do por la impronta de la humildad. Ya no eran las torpes almas de an-tes sino que ahora, por creer en Jesús, tenían el poder de hacerse hijos de Dios.
Esto es lo verdaderamente admirable y lo que Dios quiere que todos entendamos y deseemos. Él quiere curar las viejas heridas que lastran nuestras almas y que aligerados de ese peso echemos a volar.
Jesús es la novedad definitiva que transforma el mundo. El trato ín-timo con Él nos recrea, nos hace nacer de nuevo y lanza nuestras vidas a una fecundidad sin límites.
La puerta a esa vida lograda y dichosa es la fe, que es un acto de la voluntad, una determinada determinación de seguir a Jesús, como di-ría nuestra querida Santa Teresa.

(Cuarta rosa)
En aquel lejano día de su primer encuentro, en medio del asombro que le provocó la primera pesca milagrosa, Pedro le pidió a Jesús que se alejara de él pues no se sentía digno; y por haber protagonizado aquel acto de humildad, por reconocer su miseria y la grandeza de Dios, obtuvo su primera “medalla”: “No temas; desde ahora serás pes-cador de hombres”.
Pero antes de que eso llegara a realizarse, Pedro tendría que hacer un camino de aprendizaje al lado del maestro, tres años intensos en los que sucederían tres hitos destacados: 
El ascenso, al ser distinguido entre todos los demás por el Padre con la revelación de que Jesús era el Mesías y merecer por ello el nombramiento de primera piedra de la Iglesia.
En segundo lugar la caída, con las tres negaciones.
Y finalmente la restauración, con el arrepentimiento, el perdón y la confirmación en el primado.
Justo antes de este último suceso, la confirmación de Pedro como cabeza de la Iglesia, acontece a orillas del lago este milagro, que es el broche de oro de Jesús al anuncio del Reino.
Ya hemos visto que el desarrollo de los acontecimientos no parecía conducir a ver cumplida aquella temprana promesa hecha a Pedro. Y tampoco la exhortación que le había dirigido: “¡No temas!”, parecía haber prendido en él.
En general, a nivel de toda la grey y no sólo de los apóstoles, a pe-sar de la profunda huella que les había dejado el trato íntimo con Je-sús, el tremendo “escándalo” del sacrificio en la cruz había hecho temblar los cimientos de su fe. El edificio no habría resistido sin las apariciones de Cristo resucitado y la Iglesia no existiría.
Y aún con apariciones, que de hecho ya venían sucediendo, les iba a costar creer. Porque la “ausencia definitiva” de Jesús de sus vidas, era lo que de verdad les “descolocaba”. 
¿Qué arreglo podría tener ‘ese tema‘?
Los apóstoles habían visto al Resucitado cuando estaban encerra-dos en el cenáculo y se habían alegrado; pero muy poco tiempo des-pués volvían a estar deprimidos. La explicación (y sigue siendo válida la comparación con nuestra vivencia de la fe) es que no acababan de creerse del todo que Jesús estaba vivo. Creían, pero no lo suficiente, porque su fe no llegaba a traducirse en actos. Si no, se hubieran puesto a evangelizar y en cambio lo que hicieron fue volverse a las faenas de la mar.
¿Qué podía hacer Jesús para convencerles?
Aquellos hombres, que habían visto más prodigios y milagros que nadie y que hasta le habían visto resucitado, se habían vuelto a la mar, “a las cebollas de Egipto” . ¿Qué habría sucedido si aquel día los apóstoles hubieran conseguido una pesca decente? Probablemente se habrían dicho a sí mismos: “Nos hemos dejado engañar por nuestra fantasía. Lo cierto es que no hay más vida que ésta. Somos pescadores y punto”.
 Esta segunda pesca milagrosa habría de ser pues un acontecimiento decisivo para el lanzamiento definitivo de la Iglesia; o lo que es lo mismo, para la culminación de la obra de la Redención. 
O los apóstoles veían con su corazón al Resucitado o ya desistirían de creer en Él. Por eso el Señor permitió que en la noche del milagro no pescaran nada y que hundidos en la tristeza y a solas con su con-ciencia, tuvieran que dirimir su vida y la nuestra: 
“Reniego de mi suerte y blasfemo, negando haber visto a Jesús en el cenáculo y haber recibido su Espíritu, o imploro a Dios, su Padre y el nuestro, que tenga misericordia de mí y me saque de este mar de muer-te en que me hallo.”
Y gracias a Dios, a Él volvieron su mirada y por su gran benevolen-cia lo encontraron: “Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla”.
El “ya amaneció” señala el fin de la lucha que tuvieron; y a conti-nuación vendría el gozoso encuentro con Jesús. 
El relato de ese momento es el punto central de este pasaje evangé-lico. El marco del encuentro es el triunfo sobre la tentación: Los discí-pulos habían experimentado en el lago los violentos ataques del enemigo intentando persuadirles de que Dios no les quería. Y ellos lo habían vencido. Pero faltaba la confirmación de que su fe respondía a una realidad, faltaba el encuentro con el Resucitado; de no haber teni-do lugar, la humanidad entera seguiría hoy sumergida en las tinieblas del pecado, del dolor y del miedo.
O sea, si aquella “durísima jornada” no hubiera terminado con el premio de ver a Jesús por haber perseverado en la fe en medio de la prueba, muy probablemente a la siguiente, o tal vez a la tercera, su ánimo no habría resistido el acoso del pecado y se habrían despeñado por la pendiente de la falta de esperanza. Esa pendiente por la que tan-tos hermanos siguen cayendo aún hoy por negarse a reconocer que Cristo vino realmente al mundo, y que murió y resucitó para salvar-nos. 
A propósito del pecado, quiero aclarar que si bien en el fondo del abismo están las puertas del Infierno, justo delante de ellas está tam-bién la Cruz; y los que “hayan decidido” entrar en el castigo eterno tendrán que hacerlo pasando por encima del cuerpo ensangrentado de Cristo, que les mirará tiernamente y les repetirá sus últimas palabras: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”; y también: “Tú eres mi amado, mi predilecto; eres  hermoso y yo te amo”. Y con toda seguridad les costará mucho a los que lleguen hasta ese “extremo” dar el último paso.
Porque, verdaderamente, Jesús ya está vivo para siempre y actuan-do en nuestro favor; y acude sin tardanza cuando le llamamos. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado seríamos los hombres más desgraciados del mundo”, pero no, Cristo resucitó y está hoy en medio de nosotros. Y es por la fe en ese Cristo vivo que estamos sal-vados.
¡Cómo no iba a estar también presente en aquel amanecer en el la-go! ¡Si los gritos angustiados de los apóstoles habían resonado en el cielo y en la tierra!
Aquel encuentro salvífico sucedió de la siguiente manera: 
Unos  veteranos  pescadores,  entre  quienes  estaban Santiago y Juan, que  más  que  sencillos  hombres  de  mar serían algo así como ‘empresarios del sector pesquero’, arriban  al  amanecer  a  la  playa,  exhaustos  y sin  pesca.  Desde la orilla, un desconocido les lanza una pregunta más que incómoda. Tratándose de gente ruda del mar resulta extraño que en su respuesta no haya ni el más mínimo atisbo de impa-ciencia o descortesía, ni rastro de mala educación. Pero si esto es raro lo que sucede a continuación es absolutamente increíble. Aquel hom-bre se atreve a decirles, a ellos, curtidos pescadores que llevaban toda la noche bregando sin éxito, que encontrarían peces si tiraban la red a la derecha. Y pásmense, ¡porque echan las redes al instante!
Pero ¿cómo es que le hacen caso? Si estuviéramos en su lugar, ¿cómo actuaríamos nosotros? Lo que está claro es que cuando las co-sas no nos van bien solemos replegarnos en nuestro malestar. Y estan-do así no somos receptivos a nada y mucho menos a lo que nos diga alguien al que no conocemos y que aparece en medio de la noche co-mo un fantasma. La única explicación es lo que antes he dicho, que aunque sus ojos no pudieran verlo todavía, sus corazones hambrientos sí que estaban ya preparados para reconocer al que les daba aquella orden.
El modo en que el evangelista lo cuenta da idea de la profunda hu-mildad de aquellos discípulos: “La echaron, pues, y ya no podían sa-carla”. Ese “La echaron, pues”, de puro sencillo resulta hasta infantil. Y sin embargo es seguro que así fue como ocurrió. Cuando menos así lo habría vivido San Juan, ya muy santificado por su relación con Je-sús. Me atrevo a decir que no es casual que utilice precisamente en este momento la expresión “el discípulo a quien Jesús amaba”. Como si quisiera darnos a entender que el quid de toda cuestión, por difícil que sea y también del misterio de aquella mansedumbre suya, no es otro que el amor que Dios nos tiene. 
Para San Juan ese amor es el motor del mundo, el que hace posible lo imposible, el que lo es todo y llegará a serlo todo en todos y que para encima, se le da gratis al que lo pide.
El Evangelio de San Juan es de una gran profundidad teológica y sin embargo emplea a veces un lenguaje amoroso y cálido, en sintonía con el mensaje de que, por su experiencia, no es tan difícil seguir a Jesús y vivir esa vida incomparablemente mejor que Él nos ofrece; que es absolutamente cierto que su “yugo es llevadero”y su “carga ligera”. Y, en definitiva, que todo bien consiste en “escuchar a Jesús, dejarse amar por Él y seguirle” y que lo demás, lo difícil, lo grandioso e incluso lo imposible para nosotros, corre de Su cuenta.
El gran milagro del lago fue, pues, el que tuvo lugar en el corazón de aquellos discípulos. Al dar su sí al Señor en medio de la prueba, como María al pie de la Cruz, “abrieron sus redes” para recibir la pes-ca milagrosa y al mismo tiempo “amaneció en sus vidas”.
Juan es el primero que “ve” a Jesús y lo cuenta; Pedro, al oírlo, re-cubre la indigencia que exhibía y se echa a la mar, él, el futuro Papa. ¿Para qué? Se echa a la muerte, él por delante, para arrancarle almas, para ejercer sin perder tiempo -ahora sí - su nuevo oficio de pescador de hombres.
Y es que en la Biblia, el mar es el símbolo del dominio de la muerte sobre el hombre y salir del mar es el símbolo de la salvación. Y por eso también el tercer párrafo de este pasaje evangélico empieza di-ciendo: “Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan.”
Después de la Resurrección ya Jesús está cuidando de todos “en la orilla” y nos tiene siempre a punto el “des- ayuno”: Él mismo; el pri-mer pez salvado de las aguas de la muerte. Él, que entregando su vida, abrasado de amor por nosotros, nos abrió el camino de la salvación al resucitar y se quedó para siempre entre nosotros como alimento de vida eterna. El pan, junto al pez, nos recuerda que, como el maná, del que sólo recibían la ración de un día, el alimento que da la vida verda-dera, Cristo, no puede faltar en la mesa diaria.
“Venid y comed”, les dice, casi como en la Última Cena. El desa-yuno que les ofrece es la resurrección obtenida por su sacrificio y nos invita a todos a ese banquete: “Venid…, nos dice, venid a una vida mejor”.
Pero increíblemente, nosotros, como aquellos convidados por el rey a la boda de su hijo, nos excusamos, renuentes en aceptar esa invita-ción a participar de la mesa celestial. Eso hacemos cuando al ser res-catados de algún peligro por su designio providente, sabiendo que es el Señor quien lo ha hecho, seguimos albergando dudas y “guardando las distancias”. Algo parecido a lo que pasó en el lago con los discípu-los.
En efecto, ¿qué quiere decir sino San Juan con lo de que “Ninguno se atrevía a preguntarle quién era, sabiendo que era Jesús”? Si aún sabiendo que era Jesús les daban ganas de preguntárselo es que del todo no lo sabían, aunque en su fuero interno estuvieran persuadidos de que nadie, salvo Él, podía hacer un milagro semejante. Es decir, aún “palpando”su presencia y sabiendo que era Él, les costaba creerlo.
Por eso el Señor, viendo su torpeza, no se echa atrás sino que se acerca aún más a ellos: “Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez” 
Sí, viene Jesús a nosotros como el pastor va en busca de las ovejas desperdigadas; atrayéndonos con silbos amorosos y dándose a sí mis-mo por alimento y medicina. Trae consigo el pan de su cuerpo, entre-gado para la vida del mundo (el grano de trigo que al morir da fruto); y el vino de su sangre, derramada para curarnos del pecado (la uva que pisada se convierte en mosto que alegra el corazón).
La Eucaristía es eso: Jesús que viene a nosotros, trayéndonos la sa-lud. 
El pan, el vino y el pez  son signos de esa nueva vida, más dichosa y eterna, que se nos regala en la Eucaristía.

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