EL MILAGRO CREADOR DEL AMOR

 

Una gota de amor puro cambió el mundo...

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El aguijón de la crisis

De los pueblos del norte nos venían llegando desde hacía mucho tiempo noticias de un modo de vida muy avanzado: Excelente organización social, niveles de renta muy altos, primeros puestos en el informe educativo PISA, uso audaz de la libertad de expresión, un gran dinamismo en la articulación social de todo tipo de novedades culturales, etc.

Muchos compatriotas sentían admiración por ese modo de vida. La fachada, al menos, de esos súper-países resultaba enormemente atractiva; y no es de extrañar que los individuos que en pueblos o ciudades españolas tenían que soportar el juicio mezquino de una mayoría escasamente educada y bien acomodada, hiciesen de la modernización de España según ese modelo una aspiración irrenunciable y la hoja de ruta para su emancipación.

En  el  caldo  de  cultivo  propiciado  por  una  razón viciada, que mira con recelo la verdad, nuestros políticos fueron claudicando a las insaciables pretensiones de esas minorías beligerantes, y los sucesivos gobiernos invirtieron ingentes cantidades de dinero en alcanzar ese marchamo específico de modernidad.

Sin embargo,  un  designio  providente  impidió  en España  rematar  la  faena  porque,  en  medio   del  más disparatado e imparable intento por encabezar los más atrevidos experimentos sociales, nos despertamos un día, como de un sueño, en medio de una ruina voraz. Y en muy poco tiempo, cayendo los naipes uno tras otro, pasamos a estar en una situación desoladora: pobres de solemnidad, pero, además, amenazados desde dentro y desde fuera.

Sin saber qué pensar ni a quién echar las culpas, nos quedamos asistiendo, como convidados de piedra, al desmantelamiento del país; y para colmo, confusos y acobardados hasta en la justificadísima protesta.

¡Eh, que soy italiano! ¡Eh, que soy español! nos atrevíamos a gritar algunos sureños europeos ante los primeros reveses. Pero vinieron los hombres de negro y en muy poco tiempo dejaron de oírse esas exclamaciones. Empezó  entonces “la huida durante la noche”, cada cual con el fardo que hubiera podido arramplar en la época de vacas gordas. Y el país se quedó en chasis.

En medio de ese panorama, que no presentaba visos de terminar pronto, al Gobierno se le ocurrió sacar una nueva ley de educación pensando tímidamente que algo tendrían que ver las aulas en esa debacle y en su solución.

En mi último libro [Espina, M.; El Quid del Éxito Académico. Edit. Académica Española. Berlín 2012. Pg. 56], escribiendo acerca de la innovación educativa, afirmé que ésta sólo sería posible en una  sociedad  que  viviera  con  un  espíritu  innovador.; es decir, un espíritu de apertura valiente y confiada a la vida, de búsqueda sincera de la verdad para poder cimentar sólidamente sobre ella la justicia social. De esa afirmación se desprendía lógicamente que en la medida en que nos hubiéramos ido alejando de ese ideal de vida en común, sería tanto más penoso el camino de vuelta a casa; aunque en todo caso feliz, si llegara a acontecer.

Al publicarse el anteproyecto de la Ley educativa preparada por el gobierno, las reacciones fueron inmediatas y rozando la visceralidad. Dejando aparte la torpeza que supone teñir de afectividad nuestros razonamientos, no ha sido nada prudente en el delicadísimo momento actual sacar una ley que cuente con tan poco apoyo. Porque si algo es hoy más necesario que nunca es la unidad de todos los españoles frente a la amenaza, real, de dejar de ser tales.

Por otro lado, en su espíritu, la principal novedad de esa ley es la revalorización del esfuerzo. Las voces que se alzaban, al principio de la crisis, disonantes, se orquestaron de   pronto,   y   reclamaron,   unánimes,   mayor   esfuerzo. Diagnosticaron  sin  empacho  “flojera  vergonzosa” y propusieron como única salida más jarabe de palo. Pero es una máxima en medicina que cuando falla el diagnóstico el remedio no sirve.

En realidad, existe solamente una receta eficaz para superar el bache. Una y sólo una. Y no es precisamente la de “¡más trabajo, más esfuerzo, y si no…!”. La única salida de este valle oscuro en el que estamos pasa por reencontrar la senda perdida. La otra propuesta, la de “¡arre, burro!”, es una huida hacia adelante, que nos metería más en la espesura del bosque.

Lógicamente, la “hoja de ruta” que nos guíe en esta búsqueda no  puede  ser la  misma que nos  ha  extraviado.

Habíamos ido por caminos complicados, demasiado exigentes para nuestra frágil naturaleza. Privados de los cuidados que exige una marcha dura y empujados cada vez más ásperamente a la condición de autómatas –como aquel Hombre de Palo, que Turriano, el relojero del rey, hacía caminar por Toledo– terminamos más pronto que tarde por “rompernos  la  crisma” y  poner  así  un  triste  final  a  tan desaforado acto de la representación humana.

El desatino de las últimas décadas nos ha llevado al borde mismo del precipicio. El descalabro que sufrimos tiene dimensiones catastróficas. La población, adormecida e inerme, balbucea entre el desconcierto y el desánimo. Apenas hay quien se entere y muestre entereza.

Me viene a la memoria uno de los debates “estrella” durante aquellos largos y aciagos tiempos de fascinación por la modernidad: “Los apocalípticos frente a los postulantes de la Sacrosanta Madre Ciencia”.

Y a pesar de las burlas que soportamos los que veíamos llegar este desastre, siguen sin perder prestigio los gurús del progreso tecnológico (excepto para los que ya han sido sacrificados al ídolo: Todas aquellas personas que han pasado a vivir en condiciones infrahumanas o simplemente han sucumbido ya a la barbarie desatada por el egoísmo).

Pero no es tiempo para lamentaciones. Incluso a riesgo de la propia vida, como aquellos mensajeros que llegaban del frente y una vez cumplida su misión se desplomaban exánimes, urge más que nunca dar la voz de alarma a la población: “¡ALERTA! El enemigo ha roto nuestras defensas. Que el pueblo coja las armas (las de la luz) y se ponga a las órdenes del único Capitán que subsiste.” El significado del mensaje es el siguiente:

Hasta hace poco, el que tenía bienes materiales se sentía seguro, lo mismo que el que vivía según una férrea disciplina; así también, el que era inteligente podía dormir tranquilo porque medraba sin necesidad de mucho esfuerzo. Pero todo eso ya es historia. Esas falsas seguridades se han venido abajo y en lugar de claridades hoy se divisan sólo negros nubarrones en el horizonte. Todo apunta a que se avecinan grandes tormentas.

Nuestros         próceres,         hasta    hace     muy     poco arrogantemente seguros y satisfechos, han mudado de pronto su gesto condescendiente por muecas que auguran malos tiempos y nos apremian a trabajar a destajo, intentando persuadirnos de que hemos sido perezosos y de que la única salida para salvarnos es esforzarnos de verdad. Pero su intento de revitalización a la desesperada del sistema productivo es quimérico porque la ruina material que vivimos tiene su origen en las personas mismas, que no dan más de sí.

 

El gran avance en la investigación de los fenómenos naturales   de   los   últimos   siglos   ha   sido   a   costa   de menospreciar y hasta denigrar la atención a los fenómenos sobrenaturales. La consecuencia de este hecho, el abandono de nuestra faceta espiritual, ha terminado por transformarnos en una cultura escasamente civilizada.

Por oscuras y nefandas influencias hemos ido renunciando al único referente cultural capaz de suscitar verdadero consenso social y de servir por tanto como fundamento de un orden estable y duradero.

Esa oposición a buscar una verdad natural, que lleva aparejada la devaluación de las virtudes como medios eficaces para la consecución de una sociedad más justa, nos ha abocado a vivir en la contienda permanente y en el juego sucio. Se valora el esfuerzo únicamente por su relación directa con la producción pero no vinculado a las virtudes. Da igual si su efecto es destructivo. Nos vemos así confinados al dictado de lo material, haciendo cada vez más imperceptible la separación entre el bien y el mal, entre la mentira y la verdad. Si eres “útil”, si produces, vales,  si  no, no vales.  No importa qué  objeto produzcas. El hecho de producir es lo que confiere el estatus de bien. Porque la única verdad que se admite sobre el hombre es que es un ser que consume.

Como consecuencia de todo esto el ciudadano corriente vive cada vez más en su interior el drama de una esclavitud disfrazada de libertad. La insidia peculiar de este fenómeno es lo que hace que la crisis actual, cuyo desarrollo viene acompañado de amenazas muy serias a la supervivencia de la especie, no se pueda combatir con remedios del pasado.

La psique normal del hombre de hoy está avasallada por infinitos miedos propiciados por la falacia del hombre autosuficiente; esta prepotencia ‘proclamada como dogma’, le condena a sentirse por dentro radicalmente impotente y desamparado.

Los distintos miedos, que se multiplican incesantemente, se combaten levantando barreras defensivas (incluso físicas) de tal modo que la esencia misma de la persona, en la que residen, digámoslo así, los resortes de la dicha o de la infelicidad humana, va quedando cada vez más sepultada hasta hacerse prácticamente irreconocible hasta para el propio sujeto, que termina viviendo como un extraño en su propia casa.

Para  colmo,  la  confluencia  de  los  numerosísimos dramas individuales va configurando un inconsciente colectivo mórbido, donde es dificilísimo penetrar e intentar separar los elementos que lo componen para reordenarlo y recuperar su vitalidad. La consecuencia es que el individuo, asediado por la inseguridad, no puede recibir la ayuda necesaria y se le proporciona como único recurso contra la angustia las diferentes, y todas ellas degradantes, formas de sedación. La sociedad así dañada reacciona deformándose y dando lugar a la aparición de nuevos síntomas que, a pesar de la enorme capacidad de adaptación del ser humano, cada vez nos espantan y angustian más, de lo abominables que son.  

 

La desolación que campea en nuestras almas se deja sentir en la calle como un aire gélido que vacía la ciudad a su paso. El hombre de hoy deambula de un lado a otro buscando refugios donde sobreponerse a los fantasmas que lo atenazan. Tan desamparado está, que por no tener, hasta el socorrido abrigo de las ideologías ha perdido ya, lo cual supone el último gran triunfo del espíritu impostor. Ahora, abiertamente, si quieres un poco de alivio, del tipo que sea, tienes que pagarlo. Con la moral por los suelos, nos resignamos a entregar nuestras vidas de saldo, aceptando esclavizarnos a la avaricia insaciable de los mercaderes. Nos estimamos en muy poco y vivimos la vida como verdaderos indigentes ávidos de migajas.

Este desolado panorama es el caldo de cultivo propicio para la aparición de ególatras visionarios – ya están aquí – que medran contando fábulas a una población embotada y desesperada, que los respaldará a cambio de

poder sentir que hay una salida. Envalentonados por un éxito fulgurante llegarán a creerse sus propias fantasías, y si Dios no lo remedia, acabarán empujándonos a todos al abismo de la sinrazón y el caos.

 

 

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Polvo enamorado

¿Qué hemos hecho mal? ¿En qué encrucijada nos hemos extraviado? Son las preguntas que conviene hacerse.

Y para responderlas podemos empezar por reflexionar sobre lo que hemos hecho bien.

Está claro que para llegar al nivel de desarrollo que tenemos, forzosamente hemos tenido que hacer cosas bien. Por lo tanto, si logramos identificarlas y estudiar el sentido profundo que tienen y por el cual han merecido el estatus de “bienes”, habremos atrapado el cabo del que ir tirando para acercarnos a la salida del laberinto.

Si yo, hombre de mediana edad, pienso un poco en lo que me confiere el valor que tengo a mis propios ojos, me encuentro en seguida con una serie de disposiciones estables en mi ser, que empezaron a acompañarme desde la cuna, y que son el soporte de todos los adornos que los demás puedan ver en mi vida o en mi persona.

Esta observación me lleva directamente a mis padres, que sacando amorosamente del cofre de mis dones naturales uno por uno, les fueron poniendo los envoltorios que con su libre albedrío y voluntades pensaron que aumentarían mi fama.

Estoy seguro de que ellos podrían suscribir íntegramente el párrafo anterior para sí mismos. Como lo estoy de que esos regalos bien envueltos que todos hemos recibido, han rivalizado siempre, en el gobierno de nosotros mismos, con una herencia igualmente rica de trabas e imperfecciones, que nos obliga a un permanente ejercicio de superación personal. Lo feliz del caso es que lo bueno ha triunfado durante largos días, años y siglos de fatiga y paz sobre lo malo. Y el resultado de esta lucha sin cuartel se puede ver reflejado en el rostro sereno del anciano labriego castellano o en la admirable aguerrida nobleza del minero que no duda en arriesgar su vida por salvar a un compañero atrapado en un derrabe; por sacar sólo dos ejemplos del apasionante libro  de  las  vidas  de  españoles  de  ayer,  de  hoy,  y  de siempre… A no ser que España se acabe, que no creo.

Durante  estos  siglos  se  ha  ido  fraguando  una prosperidad duradera, un patrimonio que ha resistido el paso del tiempo sin desmoronarse, gracias a una concepción de la vida más rica y verdadera de lo que puede explicarse aquí o allí con palabras, pero que resulta palpable en esas sencillas, o ilustres, vidas heroicas que todos hemos conocido y que nos constituyen en lo más íntimo.

Ahora conviene preguntarse qué tienen en común el campo labrado con esmero de un campesino castellano y el Quijote de Cervantes, por ejemplo, o la casita andaluza del albañil que emigró a Badalona con la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia.

Lo que tienen en común son virtudes, ni más ni menos. Esfuerzo,  temple,  constancia,  paciencia,  genio  a raudales, coraje, comprensión, ecuanimidad, veracidad, indulgencia con los defectos propios y ajenos, generosidad, magnanimidad… y no sigo porque no acabaría.

Habrá quien me replique “No, no, dirás más bien egoísmo,   abuso,   trampa,   soberbia,   avaricia,   envidia,

engreimiento, afán de notoriedad, y un largo etcétera de fealdades”. Y entonces se podría responder: “También. En cualquier caso ahí está toda esa riqueza a tu disposición y si la miras bien, en los surcos de la tierra podrás ver la parte de la cosecha que se irá a la mesa del pobre en limosnas; en la edición barata del Quijote, la alegría y esperanza que rezuma de la pluma experta en privaciones del Manco de Lepanto; y atisbando a través de aquellas rejas andaluzas, podrás distinguir en la penumbra a un niño que juega bajo la mirada atenta de su abuela, mientras su madre lucha en la jungla de asfalto para no dejarse morir por la tristeza; así mismo, en el Palacio de Calatrava, en vez de arrogancia, descubrirás un homenaje sincero, edificado sobre horas arrancadas al sueño, al prodigio de la inteligencia humana. En cualquier caso, si uno no es capaz de verlo así nadie le rechazará por ello, en tanto respete al que trabaja honradamente para ganarse el pan. Y además no le será difícil encontrar apoyos para intentar hacer realidad sus sueños. La verdad es que vivimos en un país mucho más abierto –en su auténtico sentido de acogida— de lo que se nos ha intentado hacer creer.

Ese sustrato humano –polvo enamorado— que he intentado retratar en unas  pinceladas,  no  es  una ficción.

Antes bien, las autopistas, grandes puertos, factorías y rascacielos que admiramos, lo son mucho más; pura apariencia de bienes. Porque hoy los vemos erguidos y de la noche a la mañana pueden no ser más que cascotes. Y eso no sucede tan fácilmente con los sólidos edificios humanos.

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La curación del geraseno

Al ponerme a escribir todas estas cosas que Dios hizo conmigo, vivo en mi interior la sensación incómoda, aunque ya un poco familiar, de estar haciendo algo que, por la desproporción entre mis capacidades y su naturaleza, sólo puede ser abordado desde la convicción de que el Señor me lo pide y Él lo llevará a término. Con esto quiero decir que no me siento, ni mucho menos, el Capitán Trueno a bordo de su barco, sino más bien un pobrecillo muy querido por Dios que intenta obedecerle  y en quien el Señor se lo pasa bien  jugando  a  escritor  de  “historias  entrañables”,  para deleite de almas inquietas.

Nos preguntábamos al principio cómo actúa el medicamento milagroso, la Misericordia, y aunque la respuesta es inagotable, al menos sí se puede contar la experiencia personal con ella. Empezaré diciendo cómo me encontraba yo antes de tomarlo y lo que fui notando a lo largo del tratamiento.

Hasta que Jesús llamó a mi puerta para ofrecerme su ayuda, yo vivía también encadenado e intentando por mí mismo sacudirme el yugo. Y al igual que al geraseno, eso me condenaba a una existencia lastimosa. Pero en cuanto empecé a poner en práctica los consejos del médico todo empezó a cambiar. Al principio lentamente y luego cada vez más rápido. Finalmente, al obrarse el milagro de mi curación, quise también dejarlo todo y consagrar mi vida a Dios y Él se alegró sin duda de mi buena disposición pero me cambió los planes.

En el mismo momento en que le hice mi ofrecimiento me entregó una compañera para toda la vida y me encomendó seguir siendo un ciudadano normal, trabajador y padre de familia y dar testimonio en mi ambiente de su presencia activa entre nosotros.

Las páginas que el lector tiene en sus manos no son pues una biografía sin más. Si ven la luz es para testimoniar que el motor de la historia no es la genialidad ni la ambición de los hombres sino, más bien, la docilidad de los hombres al Espíritu de Dios, que quiere habitar en ellos y construir a través de ellos lo bello, lo bueno y lo verdadero.

 

 

Y puesto ya a dar testimonio de la obra de Dios en mi vida, es de justicia reconocer que la actitud de docilidad al Espíritu divino brota en primer lugar del respeto y agradecimiento a nuestros antepasados, que han profesado antes que nosotros la fe en el único Dios y que han podido por ello dejarnos  en herencia “ciudades que no hemos construido, huertos que no hemos plantado, pozos que no hemos excavado…”

 

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Raíces

Vine al mundo en Fuente del Arco, un pequeño pueblo del territorio que antaño fuera reino de Asturias y León, donde las huellas del carbón y del acero se pueden ver en el paisaje y en el paisanaje. Pero el hecho de que Dios derrochara muchos bienes y belleza en aquel rincón del mundo no ha servido para sentirnos agradecidos, sino más bien para inclinarnos a la ostentación. Eso que coloquialmente se conoce como “andar

sobrados”. Y  por  si  nos  faltaran  motivos  para  sentirnos orgullosos,  los  habitantes  de  aquellas  tierras  llevamos ‘colgada la medalla’ de haber sido el pueblo que le paró los pies al Islam allá por el 711.

Ahora bien, si el amor a mi tierra no me engaña, creo conocer el espíritu de este pueblo, y pienso que, en el fondo, somos conscientes de ese pecado de orgullo y sufrimos por ello. Porque no se puede andar sobrado y no reconocer las cosas como son. En este sentido, aquellos paisanos míos, si lo son de verdad, aman la sencillez y la humildad y desprecian la arrogancia. Aunque otra cosa, ciertamente, sea ‘la pose’.

Durante siglos, el aislamiento de los cerrados y altos valles de las zonas montañosas, junto con los duros trabajos por dominar una tierra tan feraz, han servido para sujetar la altivez de los astur-leoneses. Más recientemente, además de esa constante servidumbre que imponen las faenas agrícolas, ganaderas, o incluso pesqueras, han venido en ayuda de la educación de ese pueblo las peligrosas actividades mineras y siderometalúrgicas. Sin embargo, aunque todavía reciente, eso ya es historia. Ni minas, ni industria, ni campo, ni mar. En su lugar, como ya se ha dicho, un oscuro horizonte nos mantiene en suspenso. Qué va a pasar, nadie por ahora lo sabe.

Pero, en fin, en mi infancia las cosas eran bien distintas.

Frío y nieve, el 20 de diciembre de 1961, en una de las humildes casas de Fuente del Arco, oscurecidas por el polvo del carbón, se habían congregado varias mujeres en torno a una habitación. Entraban y salían nerviosas, vigilando que al fogón de la cocina no le faltaran las brillantes piedras negras, para caldear un poco el ambiente y templar el agua. La pariente más experta observaba atenta el desarrollo del parto, dispuesta a hacer lo necesario en vista de que el médico no acababa de llegar.

Mi padre había salido corriendo en moto a buscarle. Pero yo ya no podía esperar más, así que nací asistido por las parientes de mi madre. Esas mujeres le dieron la noticia gozosa de que, después de dos niñas, le acababa de nacer un varón.

Mis padres, Luis y Marta, habían visto la luz en el primer cuarto del siglo XX, en sendos pueblecitos de los valles mineros: Santiago Cimero y Fuente del Arco, respectivamente.

El primero colgaba de un collado que miraba a lo alto, de ahí lo de cimero, pero que vivía de la minería, o sea, de lo fondero. El pueblo de mi madre no andaba muy lejos, aproximadamente a unos 13 km. descendiendo por una carreterilla sinuosa, siendo una de las últimas poblaciones del valle con presencia de pozos de carbón en sus inmediaciones.

Hasta hace bien poco, Santiago Cimero, por su situación, permanecía en su paisaje natural inalterado, mientras que Fuente del Arco, del municipio de Gancedo, sufrió desde muy pronto los cambios que imponía la actividad minera y siderometalúrgica que despegó con aquel siglo en la comarca. También por su situación, era Santiago Cimero más aldea que pueblo, mientras que Fuente del Arco fue incluso en tiempos cabeza de municipio. Este era uno de esos típicos pueblos-carretera, y su comunicación con la capital, a unos 37 Km., se realizaba por medio de la nacional 677, por la que transitaba desde antiguo una línea regular para el transporte de viajeros, que subía y bajaba a lo largo del valle varias veces al día.

Luis nació en 1915, y Marta en 1921. Sus familias de origen eran modestas, y con cierto parecido. Las dos eran numerosas y padecieron la mortandad infantil (cuatro de siete hermanos en la de mi madre; y tres de diez en la de mi padre). Las figuras maternas  –mis  abuelas— llegaron  a  mí, entre los recuerdos de familia, pues no llegué a ‘conocerlas’, con  un  perfil  más  relevante  que  los  abuelos.  Se  las consideraba mujeres con fuerte personalidad, mientras que los varones quedaban desdibujados, o simplemente se prefería obviar su memoria; con una excepción, mi bisabuelo Arcadio. Éste, gracias a su trabajo y austeridad, acumuló bastante riqueza. Parece que Arcadio tenía un lema que solía repetir: “Cada cual es feliz a su manera”, lo que entiendo yo como una  forma  de  tranquilizar  su  conciencia  ante  la  acusación  de egoísmo. Lo instructivo de su vida me llegó, sin embargo, con una anécdota del momento de su muerte. Postrado en cama, próximo al final, vinieron a anunciarle la tropelía que algunos milicianos estaban cometiendo, talando los pinos centenarios que flanqueaban el paseo del pueblo; y su lacónica respuesta fue: “Cada cual es feliz a su manera”. De  modo  que  la indulgencia  que solía  emplear  en esta vida consigo mismo, le sirvió como salvoconducto para entrar en la otra limpio de rencor.

En sus familias, lógicamente, la Guerra Civil española escribió las páginas más densas de su historia.

En ambos hogares existía un comercio-bar que hacía las veces de centro comercial para gran parte del pueblo.

Esto responde, pienso yo, a una forma de estar en la vida. Me hace pensar que eran personas espabiladas, por un lado, y por otro, gente honesta y trabajadora, que a pesar de tener sus ideas sobre la sociedad, no gustaban de hacer de ellas un referente moral para sus vidas; más bien se destacaba en ambas familias un sentido religioso, con diferente relieve en cada una de ellas, pero desmarcado de una mera vivencia cultural y costumbrista de la fe en ambos casos. También esto explicaría que, en el infierno en que se convirtieron los pueblos durante la contienda civil, donde se dividían hasta las familias, ellos pudieran salir adelante por gozar de cierta reputación de gente leal y honrada. (Conste que estoy haciendo una reconstrucción a partir de los retazos de información que conservo en mi memoria). Y esto, no obstante haber sufrido pérdidas de seres queridos y vejaciones, e incluso prisión, como mi abuela paterna (que, víctima de la envidia, pasó cinco años en una cárcel de mujeres en Burgos). Sin embargo, y esto es otro dato importante que me reafirma en mi hipótesis sobre el fundamento religioso de mis antepasados, la experiencia de la guerra no llegó a dejar una herida tan grande que después de un tiempo de paz no hubiera podido sanar, gracias a Dios. El sentido religioso del que hablo habría podido ser el cicatrizante indispensable para lograr esa sanación en un tiempo razonable.

 

Las condiciones de vida en la posguerra eran difíciles. El rastro de rencores y venganzas y la escasez, hacían que la vida ordinaria fuese de por sí heroica. A mi padre lo presionaban para que delatase en qué lugar del monte se escondían sus tíos (los fugaos), mientras tenía que bregar con trabajos duros (como la minería), recorrer cientos de kilómetros en bicicleta para buscar comida, o caminar más de dos horas en pleno invierno para ir a un destino muy humilde de maestro en el monte, y luego vuelta para no tener que pagar una pensión. Y todo por encima de sus fuerzas, pues no destacaba por sus condiciones físicas.

Para mi madre fue igualmente duro. El ambiente de las familias en un valle minero era áspero. Ella lo sufría en silencio, albergando la esperanza de poder estudiar para librarse de esa opresión. Providencialmente, recaló en su pueblo una maestra a la antigua, soltera, muy vocacional y cultivada (orillada por la Institución Libre de Enseñanza, según mi primo). Y se tomó a pecho educar a mi madre; tanto, que según me han contado, durante los bombardeos del vecino núcleo industrial de El Juncal — a   unos   pocos   cientos   de   metros — permanecían  ellas  dos  solas  en  la  escuela  del  pueblo, estudiando, como si no pasara nada.

Sólo comer, exigía en aquellos malos tiempos movilizar todos los recursos personales, de talento y virtud. Los avatares ligados a esa precariedad, como la enfermedad “de  los  nervios” que  afectó  a  mi  abuela  por  tres  años, obligaban a mi madre a tareas de supervivencia, dejando poco, o ningún margen, para la formación académica, lo que a la pobre tanto le hizo sufrir. La salida a esa situación le vino por un milagro, según me contó ella misma, pues aquella atribulada jovencita se encontró, “casualmente”, con una publicación en la que hacían ofrendas a San Antonio por gracias obtenidas, y viendo en ello un signo de la providencia, pidió, oró y logró en poco tiempo la sanación de mi abuela.

Creo que estas pocas pinceladas bastan para situarnos frente al cuadro, de tonos más grises que cálidos, que marcó la juventud de mis padres. Y después vendría un tiempo de barbecho.

Mi padre ejercía de maestro en pueblecitos, desplazándose con su bicicleta cuesta arriba, cuesta abajo; arrastrando lastres en el corazón y en el cuerpo como botín de guerra (principalmente el vicio del tabaco, que le acompañaría, o más bien le llevaría, a la misma tumba). De esta época de insatisfacción vital da cuenta una anécdota, que refería mi madre elogiando la finura de su suegra, cuando al llegar mi padre, en no pocas ocasiones, de madrugada, después de haber estado persiguiendo quimeras, y estando ya Doña Fernanda a sus faenas, le “instruía” con un enjundioso saludo: “Buenos días a quien dio malas noches”.

Por su parte mi madre, ya alcanzado su sueño de hacerse maestra, probó a ejercer durante tres años en la soledad de una aldea de montaña, cuyo costoso acceso en invierno la obligaba a largos períodos de alejamiento de su familia y de su ambiente. También la insatisfacción hizo que renunciara a su vocación (a la que después de casada volvería con gran alegría) y regresara a su pueblo natal a regentar el negocio familiar. Eso significaba para ella volver a un ambiente con más oportunidades, pues las cercanas villas industriales de Larcana y El Juncal ofrecían relaciones más diversas y estimulantes.

Pero tendría que pasar un tiempo largo, la necesaria espera que prepara los corazones para el fruto, hasta que aparecieran los primeros brotes tiernos.

Acostumbraba mi padre a pasar en bici al trabajo por delante de la tienda de Fuente del Arco, donde Marta barría el polvo de la acera, cual Penélope que espera a Ulises. Ambos sabían del otro, que ambos eran maestros, y ahí quedaba la cosa, mientras el tiempo pasaba ‘y Penélope tejía‘. No sé exactamente de qué manera surgió el interés mutuo, pero mi padre empezó a saludar cada vez con más audacia: “Con que garbo manejas la pluma, Marta”. Y llegó el momento de entrar en la tienda: “¿Hay algo para un pobre?”

Así, con pobreza, fue cuajando la relación entre mis progenitores. Mi madre, que estuvo interesada por un hombre más aparente, me confesó que finalmente optó por la mayor sencillez de papá. Y mi padre, como supe recientemente, descubrió, también por fin, de qué iba eso del amor verdadero, y la madurez que convenía a la importancia del asunto. Y por gracia de Dios, un venturoso doce de abril, nevando, unieron sus vidas ante el altar. Luis tenía 42 años y Marta 36. Ambos tenían edad, formación, y madurez suficiente para fundar un hogar sólido y fecundo; y pusieron su nido en Fuente del Arco, en la antigua casa de la abuela, encima del comercio.

De aquel amor nacerían pronto retoños: Rosario, mi hermana mayor, al poco tiempo, Covadonga, y, en seguida, un servidor. De aquellos primeros años de familia he podido hacerme una idea con la lectura de una carta escrita por mi padre; le contaba a mi madre cómo iban las cosas en su ausencia (desconozco el motivo y el tiempo que duró esa situación), y llamaba la atención la pulcritud y el tono tan formal en que estaba redactada. Tal vez fuera debido al estilo de la época, y también influiría su nivel cultural; pero esa falta de naturalidad me hizo pensar en lo difícil que debió de haber sido para ellos, ya muy hechos ambos, adaptarse a vivir juntos.

Al empezar a tener hijos, mi madre necesitó más ayuda de su hermana Clara para llevar el comercio. Gilda, que así la llamaban, estaba casada y tenía dos hijos, Víctor, de cuatro años y Trajano, de igual nombre que su padre, de dos. Pocos días después de nacer mi hermana mayor, moriría la abuela Marta, dando así el relevo generacional. La herencia se partió en tres lotes y se adjudicaron por sorteo. De las dos casas principales del legado, a mi madre le tocó la más próxima a la carretera. La otra estaba detrás, de modo que, cuando más tarde mi madre renunció al comercio, acordaron construir o modificar una pasarela de tres metros, que uniría las dos viviendas, facilitándole así a mi tía Gilda hacerse cargo del negocio.

El tercio restante era el de mi tío y padrino Juan, que moriría joven dejando viuda e hijo. Yo tenía tan solo tres años, por lo que no conservo ningún recuerdo suyo en vida. Lo que sí permanece en mi memoria, sin embargo, es una vívida imagen del día de su entierro. Esta impresión reposa como un sillar en los cimientos de mi persona.

Caía la tarde, parda y fugitiva, detrás de los cristales, y yo miraba mi vieja calle solitaria y gris; mientras a mi espalda sentía la casa en silencio y penumbra. No recuerdo a nadie cerca,  como  si  todos  se  hubieran  ido  dejándome  solo. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en aquel instante. Sí, a mi padrino le debo el haberme enseñado el amargo sabor de la ausencia, la gravedad con que se vive el solemne momento de la muerte.

 


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