EL MEJOR CONSTRUCTOR

 
Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles.


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La verdadera y la falsa felicidad
Escribiendo estas cosas he caído en la cuenta de un bonito detalle. En el doloroso proceso de transformación personal que comenzó para mí después de Houston hubo un momento crítico en el que recibí, como llovida del cielo, una inspiración acerca de la naturaleza de mi mal que me abriría definitivamente la puerta de la curación. Aquel hito en mi vida aconteció en el otoño del 96, a los siete años de la muerte de mi padre.
Sucedió yendo de camino a coger el bus que me llevaba al trabajo. Dios me hizo entrega de aquel maravilloso don justo cuando pasaba por delante de “El Pinar del Río”, un club de los años 70 en una buena zona, pero un club al fin y al cabo. Y lo que acabo de advertir ahora es que ni el momento ni el lugar escogido por Dios para “bañarmecon aquella copiosa lluvia de bendiciones, fue casual.
Respecto al momento, como ya he dicho, me encontraba en un gran aprieto cuando recibí esa ayuda; tan desanimado estaba, que muy posiblemente, de no haberla recibido, no habría tenido fuerzas para “seguir aguantando. Y en cuanto al sitio, el Señor, que todo lo ve y sabía del significado que tenía para mí “aquel pinar, quería que me quedara muy claro  que  la  única  riqueza  que  puede llenar nuestro corazón es la bondad que mana sin cesar del suyo.
Era yo un muchacho de quince años cuando una compañera de mi madre acogió en su casa a una americanita muy linda que estaba de intercambio. La señora, animada por el cambio de aires de la época, quiso presentármela para que yo pudiera practicar inglés de un modo bien agradable y la chica tuviera un aliciente más; y para que desarrolláramos los dos nuestras habilidades sociales. Escoltados por aquella señora y su marido, paseamos juntos por las calles del Húmedo, el barrio antiguo de León, que empezaba a ser una zona chick de la ciudad, donde se iban abriendo los primeros pubs decentes.
Era finales de junio, esa época apacible en la que el aire tiene un encanto especial y pasear es un deleite. La chica era de mi edad y las diferencias culturales, más que entorpecer, añadían emoción al acontecimiento. Ya entrada la noche, íbamos de retirada cuando a la buena señora, tal vez sintiéndose rejuvenecida, le apeteció hacer una última parada. El caso es que por aquella zona sólo nos pillaba cerca El Pinar del Río. Yo no sé qué pensaron para decidirse a entrar, pero la verdad es que a aquellas horas todavía no había casi nadie allí y el sitio estaba bien para bailar y charlar un rato. Entramos pues; y bailar, bailé, pero charlé poco. Aquella fue la primera vez que noté la tremenda fuerza del oleaje del American way of life; aunque debo añadir, no obstante, que en aquella ocasión, al menos, los antiguos muros de nuestra cultura católica resistieron la embestida.
En realidad, la vida siempre es una lucha entre dos bandos y ninguna condición humana nos exime de tener que elegir bandera. Si como Quijote o como Quijano es lo de menos, el hecho cierto es que a cada momento hay que elegir.
De aquella temprana escaramuza de mi adolescencia con “la avanzadilla del U.S. Army", iría pasando gradualmente a contiendas más serias; y siempre bajo la “bandera blanca del bien.
Y así aprendiendo por fuerza que vivir es luchar, de una  auténtica epopeya en América volvería yo con 27 años, en los huesos, y de ellos, para dos maltrechos, un par de palos como apoyos; y en el vientre frío del avión los de mi padre, en un féretro de zinc.
¡Vaya ruina!, podrán decir algunos. Y, sin embargo, sobre aquella ruina se habrían de erigir rápido dos fortalezas: Una en el cielo y otra en la tierra, una para mi padre y otra para mí, y ambos con Dios.
El hombre moderno no soporta obedecer, considera la religión cosa de cobardes. Se hace la ilusión de que se basta a sí mismo; pero se equivoca. Si negamos que Dios, viendo nuestra incapacidad para ser felices, se hizo hombre y se quedó para siempre entre nosotros para poder salvarnos, nos ponemos una venda en los ojos y caminamos hacia el abismo. Porque el Resucitado es la única realidad fiable, que se sigue apareciendo a quien quiera encontrarlo y le muestra el camino de la paz y la prosperidad: “Frente al placer a toda costa, el sufrir por amor; frente a la cruenta espada, la cruz de la victoria; frente al sueño americano, la belleza de una vida virtuosa. Tal vez Dios y mi padre se pusieron de acuerdo para mandarme un regalo Made in USA con mensaje de paz y bien; sea como sea, yo lo incluyo en la “herenciaque recibí de mi padre, que no fue material, pero sí valiosísima, y sobre la cual hablaré en la segunda parte de 153 rosas.
 
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De vuelta a casa
En Houston había estado yo a punto de quedar sin respiración por un fallo total del sistema, pero lo que me tocaba ahora era mucho peor, una muerte por asfixia, lenta, y mucho más dolorosa.
Para una mente de suyo inquieta como la mía, y acostumbrada a ir de acá para allá, un parón en seco en plena carrera es una experiencia tan dolorosa que sólo se puede soportar si uno se permite vivirla de vez en cuando como insoportable.
En la intervención de un cambio de válvula que condujo a mi madre al coma, le sobrevino un ictus en el postoperatorio que le causó una hemiplejia en primer lugar. Parece ser que la sensación que afronta el paciente cuando le acontece esa brusca limitación es como si le hubieran partido por la mitad. Y algo parecido a eso, pero en el plano de la mente comenzaba yo a vivir entonces.
La experiencia del dolor es un misterio, inenarrable, por tanto. Por eso no merece la pena que intente describir la mía; al respecto sólo diré que sufrir es sufrir y que eso era lo que me tocaba entonces.
Los tres años siguientes supusieron el doloroso desmantelamiento de la estructura psicosocial que, con bastante esfuerzo, como todo el mundo, me había ido yo formando desde la niñez.
Cuando un edificio amenaza ruina, estorba, y en cuanto se puede se derriban sus tapias; luego se retiran los escombros y su lugar lo ocupa enseguida otra construcción. Ahí no hay vuelta de hoja. Solamente en el caso de edificios que tengan sólidos cimientos puede merecer la pena acometer la rehabilitación, y esto sucede pocas veces. En el caso de una persona, esos cimientos son la tradición de sus mayores. Y una tradición hecha a base de virtudes probadas en la adversidad, puede resistir.

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