EDUCAR PARA LA LIBERTAD
A propósito de la escuela
Se podría decir que el material que se utilizaba por aquel entonces para poner las basas de nuestras personalidades abundaba más en afectos que en ideas. Y está demostrado que aquella forma de construir, que venía de atrás, era muy eficaz.
No podría decir lo mismo de la que luego se nos trató de imponer.
La “impostura”comenzó con el cambio de régimen político, justo en el momento en que yo entraba en la peligrosa edad de la adolescencia.
Hasta qué punto ese profundo cambio contribuyó a romper estructuras importantes de mi personalidad o a abandonar la esmerada labor del tejido de mi vida, no lo sé, pero al cabo de los años, una vez zurcido el roto y recuperada la firmeza, he visto la inconsistencia y la trampa de lo que nos enjaretaron como “avances”.
Con la personalizada formación humana de mis primeras experiencias
familiares y escolares, al llegar al instituto
y ver que
allí 'no había
dueño', empecé a
desorientarme. Una vez en la universidad, acostumbrado desde niño a degustar conocimiento sencillo pero auténtico, aborrecí los
estudios deslavazados que allí se me proponían y tuve que apañármelas como
pude, que no siempre fue bien, tengo que confesar.
Tampoco me resigné a prescindir de mi “fiable base cultural”cuando años más tarde me dediqué a la enseñanza y “se llevaba”otra cosa. Como me horrorizaba ocupar a los alumnos con tareas de poco interés, me arriesgué mucho
compartiendo con ellos mi entusiasmo por discurrir, y esta actitud de libre
pensador me trajo serios problemas. En contrapartida también me hizo más fuerte
y a la postre el tiempo terminó por darme la razón.
Para trabajar con libertad en la enseñanza, uno tiene que resistirse a perder su innata curiosidad intelectual y su capacidad de asombro y es imprescindible tener un hondo sentido cívico, gran generosidad y una creatividad a punto.
Pero para que lleguen a darse esas condiciones es necesario recorrer un camino interior que te permita conocer, desarrollar y canalizar tus cualidades de un modo útil para la sociedad. Y aunque yo logré finalmente realizar ese itinerario, confieso que no me fue ni fácil ni rápido.
Tratando de encontrar ese camino en medio del caos
me adentré y me perdí en la espesura. Sólo gracias a la tradición de mis mayores, que me religó a Dios, pude encontrar la salida del laberinto.
La fe me indicó el buen camino y me fue guiando en las encrucijadas para poder edificar mi personalidad y contribuir al bien común. O sea, que me proporcionó el sentido para vivir que tanto había echado de menos. Ese que hoy se les sigue escamoteando a los jóvenes, dándoles placebos que no son sino zancadillas para su realización personal.
31 Y enlazando con eso, ahora que urge aportar nuevas ideas para salir del
atolladero en que la post-modernidad nos ha metido hay que decir que hemos
vivido engañados respecto a lo que es innovar. La verdadera innovación tiene un
riesgo y por eso los agentes del auténtico progreso no pueden salir de una
sociedad aburguesada. Sólo podrán surgir de una sociedad que ame de veras la
libertad pero no sólo sobre el papel sino a precio de su comodidad e incluso de
sus vidas.
Por supuesto que este compromiso ético no se improvisa sino que se fragua en el día a día de una vida en la que las relaciones humanas basadas en el respeto y el diálogo real, incluso con los que no tienen voz, sean el sólido fundamento de la sociedad. Tan sólo perseverando en ese estilo de vida virtuoso tendremos posibilidades de éxito. Porque no hay bienestar social perdurable a costa de otros.
A propósito de esto y reflexionando sobre la antigua y la nueva educación, el tipo de formación académica adecuado a ese fin de la libertad y la convivencia en paz debería recuperar aspectos del currículum que se han ido apartando por considerarlos acientíficos y por tanto irrelevantes para el progreso social.
Cultivar áreas como el ejercicio de la responsabilidad ante los demás −cuando un familiar enferma o con las obligaciones domésticas, por ejemplo− no puede seguir siendo ajeno a la formación recibida en las instituciones.
La incorporación de este planteamiento a nuestro anquilosado sistema educativo tendría por fuerza que ser paulatina porque, habiéndonos desviado tanto de un ideal educativo integrador, todos, profesores y alumnos, tendríamos que ser reeducados en esas áreas “no librescas”. En contrapartida, la repercusión en el éxito personal y colectivo estaría muy por encima del esfuerzo invertido.
Este cambio de enfoque abriría un camino seguro de perfeccionamiento, idóneo para afinar las cualidades relacionales últimas, comúnmente llamadas creatividad, y para desarrollar un ajustadísimo discernimiento sobre lo que conviene a cada situación y lograr así un grado de ejecución excelente en la tarea [Espina, M.; EAE; Berlín 2012].
Segregar las situaciones personales cotidianas del currículum es renunciar al mejor contexto para educar esa capacidad general de adaptarnos o de emprender, que demanda urgentemente la sociedad. Sin ninguna duda, ésta es la excelencia que reclama nuestra sociedad para progresar.
La investigación pedagógica actual sobre el mejor currículum para los futuros maestros, que recurre a las biografías de docentes, va por esta línea y una buena parte de este libro recorre las mismas sendas.
«La disfunción principal de nuestro
sistema educativo se conoce por el nombre, tan extendido como
inadecuado, de “fracaso escolar”.
La mayoría de alumnos que abandonan no llegan a ese punto por falta de capacidades sino por un desajuste del sistema, que
se retroalimenta a sí mismo por su natural resistencia al cambio y da lugar a
las diversas –algunas de
ellas tardías en aparecer– formas de fracaso escolar.
Resulta llamativo comprobar que muchos de esos alumnos empiezan su declive académico al comenzar la secundaria. La primera cosecha abundante de suspensos ejerce como el ariete que derriba la muralla de un castillo mal construido. Ya es muy difícil que se recomponga la defensa. Muchos alumnos, tristemente, pierden una batalla y dan por perdida la guerra. Ceden fácilmente al acoso de las dificultades. Otros, más afortunados, aunque experimentan la misma aridez, siguen adelante merced a las rentas de una cuna más acomodada, o de un sobrado aprovisionamiento de cualidades naturales. Pero en realidad, unos y otros, no le encuentran sentido a la lucha; no saben por qué tienen que luchar. Están desmotivados de raíz, moralmente desarmados, y se desaniman en seguida. A partir de ahí, los primeros esconden su vergüenza bajo diferentes formas de rebeldía, se niegan a reconocer que se han rendido y encuentran cierto acomodo en ese rol clásico de "rompe-moldes‟ dentro de un sistema que es remiso a considerar su abandono como una llamada a la revisión en profundidad de los planteamientos educativos. El otro tipo de alumnos, los “aventajados”, son la otra cara de la moneda y esconden su malestar en una búsqueda desaforada de la excelencia individual persiguiendo ansiosamente el halago social que les compense del enorme esfuerzo que es para ellos mantenerse en los primeros puestos. Este grupo suele perder de vista el sentido social del esfuerzo y a menudo adoptan conductas insolidarias con el resto de los compañeros.
Sea como sea, se trate de alumnos “fracasados o exitosos”, se impone un cambio de mentalidad educativa pues nadie está satisfecho con ese estado de cosas.»
Se podría decir que el material que se utilizaba por aquel entonces para poner las basas de nuestras personalidades abundaba más en afectos que en ideas. Y está demostrado que aquella forma de construir, que venía de atrás, era muy eficaz.
No podría decir lo mismo de la que luego se nos trató de imponer.
La “impostura”comenzó con el cambio de régimen político, justo en el momento en que yo entraba en la peligrosa edad de la adolescencia.
Hasta qué punto ese profundo cambio contribuyó a romper estructuras importantes de mi personalidad o a abandonar la esmerada labor del tejido de mi vida, no lo sé, pero al cabo de los años, una vez zurcido el roto y recuperada la firmeza, he visto la inconsistencia y la trampa de lo que nos enjaretaron como “avances”.
Tampoco me resigné a prescindir de mi “fiable base cultural”cuando años más tarde me dediqué a la enseñanza y “se llevaba”otra cosa. Como me horrorizaba ocupar a los alumnos con tareas de poco interés, me arriesgué mucho
Para trabajar con libertad en la enseñanza, uno tiene que resistirse a perder su innata curiosidad intelectual y su capacidad de asombro y es imprescindible tener un hondo sentido cívico, gran generosidad y una creatividad a punto.
Pero para que lleguen a darse esas condiciones es necesario recorrer un camino interior que te permita conocer, desarrollar y canalizar tus cualidades de un modo útil para la sociedad. Y aunque yo logré finalmente realizar ese itinerario, confieso que no me fue ni fácil ni rápido.
Tratando de encontrar ese camino en medio del caos
me adentré y me perdí en la espesura. Sólo gracias a la tradición de mis mayores, que me religó a Dios, pude encontrar la salida del laberinto.
La fe me indicó el buen camino y me fue guiando en las encrucijadas para poder edificar mi personalidad y contribuir al bien común. O sea, que me proporcionó el sentido para vivir que tanto había echado de menos. Ese que hoy se les sigue escamoteando a los jóvenes, dándoles placebos que no son sino zancadillas para su realización personal.
Por supuesto que este compromiso ético no se improvisa sino que se fragua en el día a día de una vida en la que las relaciones humanas basadas en el respeto y el diálogo real, incluso con los que no tienen voz, sean el sólido fundamento de la sociedad. Tan sólo perseverando en ese estilo de vida virtuoso tendremos posibilidades de éxito. Porque no hay bienestar social perdurable a costa de otros.
A propósito de esto y reflexionando sobre la antigua y la nueva educación, el tipo de formación académica adecuado a ese fin de la libertad y la convivencia en paz debería recuperar aspectos del currículum que se han ido apartando por considerarlos acientíficos y por tanto irrelevantes para el progreso social.
Cultivar áreas como el ejercicio de la responsabilidad ante los demás −cuando un familiar enferma o con las obligaciones domésticas, por ejemplo− no puede seguir siendo ajeno a la formación recibida en las instituciones.
La incorporación de este planteamiento a nuestro anquilosado sistema educativo tendría por fuerza que ser paulatina porque, habiéndonos desviado tanto de un ideal educativo integrador, todos, profesores y alumnos, tendríamos que ser reeducados en esas áreas “no librescas”. En contrapartida, la repercusión en el éxito personal y colectivo estaría muy por encima del esfuerzo invertido.
Este cambio de enfoque abriría un camino seguro de perfeccionamiento, idóneo para afinar las cualidades relacionales últimas, comúnmente llamadas creatividad, y para desarrollar un ajustadísimo discernimiento sobre lo que conviene a cada situación y lograr así un grado de ejecución excelente en la tarea [Espina, M.; EAE; Berlín 2012].
Segregar las situaciones personales cotidianas del currículum es renunciar al mejor contexto para educar esa capacidad general de adaptarnos o de emprender, que demanda urgentemente la sociedad. Sin ninguna duda, ésta es la excelencia que reclama nuestra sociedad para progresar.
La investigación pedagógica actual sobre el mejor currículum para los futuros maestros, que recurre a las biografías de docentes, va por esta línea y una buena parte de este libro recorre las mismas sendas.
ellas tardías en aparecer– formas de fracaso escolar.
Resulta llamativo comprobar que muchos de esos alumnos empiezan su declive académico al comenzar la secundaria. La primera cosecha abundante de suspensos ejerce como el ariete que derriba la muralla de un castillo mal construido. Ya es muy difícil que se recomponga la defensa. Muchos alumnos, tristemente, pierden una batalla y dan por perdida la guerra. Ceden fácilmente al acoso de las dificultades. Otros, más afortunados, aunque experimentan la misma aridez, siguen adelante merced a las rentas de una cuna más acomodada, o de un sobrado aprovisionamiento de cualidades naturales. Pero en realidad, unos y otros, no le encuentran sentido a la lucha; no saben por qué tienen que luchar. Están desmotivados de raíz, moralmente desarmados, y se desaniman en seguida. A partir de ahí, los primeros esconden su vergüenza bajo diferentes formas de rebeldía, se niegan a reconocer que se han rendido y encuentran cierto acomodo en ese rol clásico de "rompe-moldes‟ dentro de un sistema que es remiso a considerar su abandono como una llamada a la revisión en profundidad de los planteamientos educativos. El otro tipo de alumnos, los “aventajados”, son la otra cara de la moneda y esconden su malestar en una búsqueda desaforada de la excelencia individual persiguiendo ansiosamente el halago social que les compense del enorme esfuerzo que es para ellos mantenerse en los primeros puestos. Este grupo suele perder de vista el sentido social del esfuerzo y a menudo adoptan conductas insolidarias con el resto de los compañeros.
Sea como sea, se trate de alumnos “fracasados o exitosos”, se impone un cambio de mentalidad educativa pues nadie está satisfecho con ese estado de cosas.»
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