ARLESPÍN HAMMET
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La vida siempre se abre paso. |
Pero permítanme que me presente. Soy Arlespín Hammet, escritor por la gracia de Dios. Quiero decir con eso que hasta hace nada mi vida llevaba otros derroteros y aunque durante un tiempo soñé con ser famoso por mi pluma, lo más que lograba entonces acercarme a ese sueño era cacarear de vez en cuando. Pero, como se suele decir, Dios escribe derecho con renglones torcidos. Y hete aquí que aquel sueño, a la vuelta de los lustros, se está por fin haciendo realidad.
Aquel sueño sí y sin embargo otros, más prosaicos aunque con menos prosa, no. Como el que tuve al comienzo de mi carrera docente que me incitaba a llegar a ser Inspector de Educación. Hay que decir que en mis años escolares el Inspector era casi como un dios. El caso es que a medida que pasaba el tiempo, a la par que veía que eso no estaba a mi alcance, me daba cuenta también de que más que para martillo había nacido yo para ser ‘clavo’.
Y a propósito de objetos punzantes, ahora que ya se habrán dado cuenta de que este libro no es de temática seri@burrida, es un buen momento para explicarles mi pseudónimo .
Hace tiempo, cuando empezábamos a vivir aquel maravilloso sueño de la revolución tecnológica y nos íbamos percatando de que Internet era la bomba, nos apresuramos a buscar una combinación de nombres o signos para identificarnos en la red. Sucedía a veces que, cuando creías tenerla, descubrías que otro ciudadano del mundo ya la había cogido antes que tú y tenías que seguir dándole vueltas.
En esas, teniendo yo “mi casa” bastante alborotada y la misma inquieta imaginación de siempre, me sonó bien una original combinación que enlazaba el concepto de arlequín con mi apellido. Y por supuesto era inédita.
En la Comedia del Arte, que es un canon del género dramático nacido en Italia en el siglo XVI, se acuñan los papeles principales, entre los que está la famosa pareja de Arlequín y Colombina.
Ella es de carácter decidido y rotundo. Se la ve venir y… uno puede salir huyendo, o quedarse. A él, en cambio, se le suele representar con un traje hecho de retales de otros trajes, en alusión a una personalidad compleja y que siempre está en precario equilibrio.
Justo así me veía yo por aquel entonces y me pareció bonito el resultado de fusionar aquel personaje-tipo con mi patronímico. Así, de Arlequín y Espina, saldría el desenfadado Arlespín.
Pasado algún tiempo intentaría cambiar mi nombre de usuario por otro, pero como el destino me obligara a mantenerlo, lo asumí definitivamente como una señal de identidad propia.
Ya en época reciente me sucedió algo muy hermoso, que considero un gran regalo: Conseguí, no sólo leer, sino hasta disfrutar del Quijote. Era además un momento en que la vida me estaba permitiendo y demandando que le diera fuerte al teclado.
Aquel suceso y otras cosas “entre él y yo”, me hicieron amar mucho a Cervantes; y ya voy con lo de Hammet.
Aunque de esto casi no se habla al mencionar El Quijote, el relato es contado por un cronista, mejor dicho, un historiador de origen árabe, llamado Cide Hamete Benengeli, que en su momento recogió las gestas del gran Caballero. Podría pensarse, por el modo en que comienza la novela, que la narra directamente el propio autor, pero al final del capítulo VIII se nos dice que, lamentablemente, el suceso que se está contando está inacabado “en la fuente de donde procedía”. El eventual narrador nos muestra su ‘gran tristeza’ por tan repentina privación de tan dulce historia y nos participa su convencimiento de hallar en algún lugar la continuación y su propósito de indagar hasta encontrarla.
Así da comienzo el capítulo IX de la novela que es también el de la segunda parte de las cuatro en que el propio Cervantes dividió su obra. Nos cuenta en él que estando en el Alcaná, que era una calle de mercaderes de seda y mercerías de Toledo, entró en una tienda un muchacho con unos cartapacios para ofrecérselos al sedero. Movido por su inclinación a la lectura curioseó Don Miguel y vio que estaban escritos en árabe e inmediatamente, mirando en torno, localizó a un moro que pudiera traducirlos. Encontrando asombrado que se trataba de La Historia de Don Quijote, puenteó la posible venta al tendero y por poco dinero lo adquirió. Luego contrató al morisco traductor que en cosa de un mes, alojándolo en su propia casa, le devolvió la historia completa que ahora todos conocemos.
Con esta curiosa anécdota poco difundida del Quijote está explicado el Hamete de mi pseudónimo pero queda por aclarar la omisión de la última “e” y la adición de la “m”.
Por suerte o por desgracia, pero sin tener ninguna predilección especial por esa dedicación, pasé más de veinte años enseñando inglés a niños, aunque tampoco es que le hiciera ascos al asunto; y en eso me sirvió mucho la opinión de mi padre, también maestro, que decía que “la vocación se hace”.
Por otra parte me sucedía con esto del inglés algo parecido a lo que cuenta aquel chiste de un soldado del 7º de Caballería que alarmó al capitán porque venían los indios y tras indagar éste a qué distancia estaban preguntándole cómo los veía de grandes, por su gesto lo mandó de regreso a la atalaya; volvió al poco tiempo y luego dos veces más hasta que el capitán ordenó abrir fuego. Entonces rompió a llorar el vigía diciendo que él no podía disparar porque los conocía desde que eran “así de pequeñitos”.
El caso es que yo, que ya peino canas, empecé con lo del inglés cuando todavía se llevaba el francés. Un primo mío, capitán de la marina mercante, me regaló el famosísimo, el mítico, Método Assimil, el de ‘My taylor is rich’; así que ¡cómo no le voy a tener cariño al inglés!
Y siguiendo con lo del pseudónimo, Arlespín me iba bien en general, pero para firmar libros hacía falta algo “más literario”. De mi amor al Quijote tenía el Hamete; y sería difícil saber de dónde venía si yo no lo desvelaba, pero no acababa de llenarme del todo. Entonces me vino de perlas conocer, más o menos en la misma época, a otro escritor del que había oído hablar mucho pero del que había leído poco: Mr. William Shakespeare, que además, en cierto modo, me estaba dando de comer.
Bueno, la verdad es que tenía una deuda, entre muchas, con la literatura inglesa y como digo llevaba tiempo con ganas de conocer mejor a su más insigne representante. Por otro lado me intrigaban mucho las “coincidencias” con el nuestro: Eso de que según parece murieran el mismo día y del mismo año, que la vida y la muerte de ambos fueran una incógnita, etc. etc.
Leerle satisfizo ampliamente mis expectativas, así que, urgido por la necesidad de bautizarme en el mundillo de las letras, decidí ponerme algo de ambas conspicuas figuras fundiendo al cronista Hamete con el atribulado Hamlet. Pero por modestia, como el discípulo nunca es más que su maestro, hube de quitarme una letra de cada uno y así obtuve el apellido Hamet.
El resultado es un pseudónimo que contiene datos significativos de mi personalidad literaria y que da cuenta de casi todo lo relativo a este asunto. La pieza que falta al puzle es secreto del arcano; todos podrán ponerla pero sólo algunos lo harán.
8
Diaconía de la verdad
-“Jesús, ¿qué quieres que escriba?” No me cabe duda de que de un modo parecido a éste han empezado las páginas más gloriosas de la literatura universal. Con una actitud reverente, con la emoción y el sobrecogimiento del que espera un regalo inmenso e inmerecido. Cuanto más conscientes seamos de que todo es don del creador más dichosa será nuestra vida y más auténtica.
El escritor que aún no ha entrado en su interior para indagar este misterio, no conseguirá por abnegado que sea tocar las fibras más íntimas del lector. No pasará de ser, como dice el Himno a La Caridad, “un címbalo que retiñe”.
Si en cambio somete su voluntad al que es la fuente de la vida misma, irá aprendiendo de un modo natural a deleitar los corazones de sus lectores.
La poesía, la ciencia, la sabiduría, todo lo que merece ser expresado, ha estado durante mucho tiempo escondido a nuestra mirada. Antes de que pudiéramos decir algo con sentido tuvimos que hacer un itinerario a ciegas. Y sólo después de muchos tumbos y caídas, rotos o dislocados varios huesos, logramos ponernos en disposición de atender y por tanto de entender.
Porque el principio de la sabiduría es escuchar al que es la sabiduría misma: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados…y aprended de Mí”. Como para responder a esa llamada hace falta humildad, el Maestro no llama a los que están frescos y seguros de sus fuerzas sino a los que por sus tropiezos pueden ya reconocer que necesitan ayuda. Y digo “pueden” porque no basta con experimentar el fracaso, es necesario también, con un corazón manso, aceptar esa ayuda que se nos ofrece.
Estando por completo in albis, ignorantes de todo, somos llamados y de alguna manera “arrojados” a esta vida, donde no nos queda más remedio que caminar a tientas. Y en medio de las fatigas y dificultades, la añoranza de aquel estado amable y virginal del principio es tan fuerte que, inducidos por cualquier circunstancia favorable del camino, nos auto-convencemos de que ya hemos alcanzado la meta y nos instalamos cómodamente para descansar.
En la medida en que nos obstinamos en ese error nos vamos conformando con una existencia mediocre, por no decir mezquina. Pero si por el contrario somos sinceros con nosotros mismos, los sinsabores y contrariedades de la vida nos espabilarán para seguir nuestro camino. Y así, perseverando en el esfuerzo, nos vamos acercando a nuestro verdadero destino: el descanso eterno.
En esa escuela de humildad que es la vida, aceptando nuestra condición de peregrinos, cayendo y levantándonos, adquirimos ciencia y conocimiento auténticos. Nos hacemos expertos.
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